Los años que aquel niño paso visitando a Rorah fueron los más felices de su vida. Gracias a ella aprendió el idioma de los humanos. Y llegó a sentirse tan cómodo caminando a cuatro patas como erguido sobre sus patas traseras. También escuchó su propio nombre por primera vez cuando Rorah tomó el medallón que llevaba siempre al cuello y le explicó que era un objeto que entregaban los monjes Jaecos tras la Ceremonia del Nombre.
—Klhovetz. ¡Qué nombre tan gracioso! Seguro que la fruta del árbol drago estaba tan madura que se deshizo al chocar contra el suelo. KlOOoov…etz —le dijo burlonamente Rorah simulando la caída de un fruto que se estampa contra el suelo.
—Klho-vetz —repitió el niño.
Durante todo ese tiempo, el cuervo no dejaba de vigilar a la pareja de humanos. Se quedaba en una rama y los observaba complacido. A veces, incluso se posaba sobre el hombro del niño, graznaba a Rorah a modo de saludo, y escapaba volando de nuevo.
— Dice que “Hola humana” —traducía Klhovetz.
A Rorah le parecía fantástico que aquel niño hablara con los animales. Ella siempre había querido aprender, pero estaba segura de que algo así solo era posible para alguien que se hubiese criado entre ellos. Sin embargo, sí aprendió a seguir rastros, a escuchar al bosque y a respetarlo gracias a aquel muchacho salvaje. Ninguno de los dos sabía entonces que aún les faltaba mucho que aprender.
Una mañana, Klhovetz se encontró a Rorah muy seria y pensativa. Cuando el muchacho le preguntó, ella le habló de su madre. Klhovetz nunca la había visto, pues solo podía visitar a Rorah cuando ella no estuviese porque así se lo exigía la muchacha.
La madre de Rorah se llamaba Stephx. Tenía el mismo pelo rojo que Rorah había heredado. Anteriormente vivía en un poblado cercano, pero los lugareños la acusaron de hechicería, como solía suceder con las personas pelirrojas. Aún más si eran madres sin pareja conocida.
La cosa se puso más fea cuando comenzaron las habladurías de que Stephx había engendrado una hija del Oscuro, el dios del inframundo. Decidió huir al bosque y criar a su hija lejos de aquellos pueblerinos absurdos y supersticiosos.
Pero había algo de sabiduría en aquellas supersticiones.
Resultó que, Rorah no era hija del Oscuro, sino de un mercenario que las abandonó. Pero Stephx sí que era una hechicera. Cada mañana acudía al bosque a recolectar hierbas y animales para celebrar rituales oscuros. La noche anterior, se lo había contado a su hija.
— Rorah, hija, ha llegado el momento de tu iniciación —le dijo, como quien dice buenos días.
— ¿Iniciación?
— Sí. Ya eres lo suficiente mayor como para aprender las artes místicas oscuras.
A Rorah, que siempre creyó que eran habladurías, aquello le cayó como un jarro de agua helada. Su madre sacó un extraño tomo que escondía bajo su cama. Era un libro con las tapas negras cuyas páginas no estaban hechas de papiro sino de algo más maleable y gomoso. Estaba escrito con tinta rojiza y repleto de extraños símbolos.
— Empezarás con las runas —dijo Stephx.
La técnica de las runas consistía en dibujar ciertos símbolos en el suelo, en las paredes o en los árboles. En sus proximidades, quien las dibujaba obtenía algún poder oscuro. Podía, por ejemplo, cambiar su aspecto, protegerse frente al fuego o la lluvia, o provocar mareos y desmayos a quien se aproximase a aquel lugar.
Era más o menos sencillo dibujar una runa. Pero su efecto solo duraba un instante. Solo con mucho tiempo y depuración técnica se alcanzaba la destreza suficiente para que durara algo más de una o dos horas. En las leyendas místicas se hablaba de que algunos hechiceros habían logrado que su efecto se prolongase durante más de un día. Incluso, entre los círculos de hechicería más antiguos, aún se mencionaba el nombre de Paredelo, un hechicero supremo que supuestamente había logrado dibujar runas permanentes. Por eso, las runas era lo primero que se aprendía en las artes oscuras, pero lo último que se dominaba.
Rorah le contó a Klhovetz todo lo sucedido con su madre y lo extraña que se sentía al saber que, realmente, era hija de una hechicera. Pero lo que más entristecía a Rorah era que a partir de entonces su madre pasaría las mañanas adiestrándola en las artes oscuras. Y eso le impedía ver a Klhovetz.
— No te preocupes Rorah —dijo el muchacho — buscaré la manera de evadirme de la manada y vendré a verte por las tardes.
Desde ese día, Klhovetz se descolgaba de su manada en cada caería y en cada exploración vespertina para ir a ver a la muchacha. Ya no podían pasar tanto tiempo juntos porque Stephx salía a primera hora de la tarde hacia el bosque, pero volvía antes del anochecer.
Durante ese tiempo, Rorah practicaba el arte de las runas con Klohvetz. Él observaba atento y aprendía. Y también practicaba de vez en cuando. Dibujar runas se convirtió en un nuevo juego para ambos. Y, aunque no lograban que su efecto durase más de unos pocos segundos, les resultaba muy divertido intercambiarse de aspecto y hacer bromas imitándose el uno al otro.
Aún así, Rorah parecía siempre preocupada. Ya no era aquella niña juguetona sino una muchacha mucho más seria y taciturna. También había pasado por su primer día de sangre y Klohvetz lo sabía. Al igual que sucedía con los huargos, tras ese día Rorah podía tener crías. Pero, además, el muchacho criado por los huargos ya había identificado un cambio en el olor de la muchacha, antes incluso de su primer día de sangre. Ya no olía solo a néctar y flores, sino que emitía una extraña fragancia que Klhovetz adoraba. Por algún motivo, ese aroma le cautivaba como si estuviese hechizado y solo quería pasar más y más tiempo junto a Rorah.
El niño también había cambiado. Era mucho más corpulento. Y cuando caminaba sobre sus patas traseras era también más alto. La segunda piel que Rorah usaba con sus muñecas de madera ya no le servía. Y hacía tiempo que había tenido que recurrir a una segunda piel hecha con cuero de conejo y que había confeccionado él mismo. Además, había un pequeño detalle que avergonzaba al muchacho. Su cola de huargo, crecía por delante y no por detrás. Y, además, cambiaba de tamaño. Sobre todo, cuando estaba cerca de Rorah.
Ninguno de los dos habló sobre estas cosas. Simplemente fingieron que nada de eso estaba sucediendo. Y se dedicaron a seguir como siempre y a jugar con las runas. Pero cuando se intercambiaban sus aspectos y se hacían burla mutua, los dos sabían muy bien lo que estaba sucediendo con el cuerpo del otro. Y no podían evitar sentir una mezcla de curiosidad y de inconfesable deseo.
Pero una noche, cuando Klhovetz volvía junto a la manada, el cuervo le detuvo y le espetó:
— Espera un momento y escucha.
Klhovetz se detuvo obediente y miró al cuervo.
— Muchacho, pronto tendrás que decidir algo importante. Deberás escoger tu naturaleza. Si escoges volver con la manada, deberás abandonar a la hembra humana. Si no lo haces, deberás alejarte de los huargos o los pondrás en peligro. Dime muchacho, ¿quieres ser un huargo o quieres ser un humano?
El rostro del muchacho palideció. En realidad, sabía que esa decisión habría de llegar. Pero no le gustó escucharlo de su compañero de plumas negras. No quería renunciar a Rorah. Pero tampoco a Nychel y la manada. Después de todo, eran su madre y su familia.
— No puedo escoger. Aún no. No puedo —los ojos se le aguaron ligeramente lo que ablandó el tono del cuervo.
— Está bien. Aún te queda algo de tiempo para decidirlo. Pero no lo olvides. Debes hacerlo.
Esa decisión, forjaría en destino de Klhovetz y del cuervo. Y también de Rorah y la manada.
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Que difícil decisión tiene que tomar klhovetz.
Que cosa esa que la cola le crecía hacia adelante (risas). Se enamoró de Rorah, en que irá a parar todo esto.