La oscura figura de un hombre que caminaba mostrando una leve cojera se acercaba a la posada ‘El aullido del huargo’. Con cada paso de aquel hombre, se escuchaba un lejano tintineo. Un cuervo revoloteaba alrededor.
—El aullido del huargo. Prometedor. Creo que estaremos bien aquí por un tiempo —dijo Klhovetz mirando el cartel de la posada.
El cuervo se posó en el tejado y comenzó a acicalarse las plumas con cierta indiferencia.
Se oían risas y algo de alboroto que provenía del interior y la cálida luz que se filtraba por las ventanas invitaba a entrar para resguardarse de aquella fría y oscura noche.
Al fondo se podían ver las escaleras que llevaban a las habitaciones de la posada, pero, al entrar, lo primero que se veía era la taberna. Un montón de personajes variopintos se reunían allí, desde campesinos hasta soldados que habían desertado. También había varias mujeres. Algunas se dedicaban a servir las mesas. Otras ofrecían compañía a cambio de un trago. Sin embargo, había unas cuantas que trataban de mantener un perfil bajo. Vestían colores tenues y poco llamativos y usaban capas que ocultaban su cuerpo.
Mirando sus botas manchadas de lodo y con bultos que deformaban el calzado a la altura del tobillo a causa de los cuchillos que se ocultaban en su interior, Klhovetz identificó de inmediato a aquellas mujeres como miembros del clan Morkat, un grupo de mujeres asesinas, altamente formadas en las artes de las armas, que se dedicaban a cumplir encargos como hacían los mercenarios. Con una diferencia: las Morkats se marcaban sus propios encargos.
Desde luego, no eran mujeres delicadas, discretas y modestas como trataban de aparentar.
Algunas bebían en grupo. Otras se sentaban solas. Esas eran las más peligrosas. Cuando las Morkats iban en grupo, significaba que iban juntas a alguna misión. Pero cuando lo hacían en solitario, era porque habían alcanzado tal maestría que eran capaces de despachar, sin ayuda alguna, a media docena de hombres armados antes de que ninguno pudiese a dar la voz de alarma.
En la barra, un grupo de bravucones notablemente ebrios hablaba a voces. Entre ellos destacaba un tipo enorme y voluminoso que iba armado con dos gigantescas hachas colgadas de su espalda. Él era el más ebrio de todos.
Junto a ellos, rondaba un viejo perro, escuálido y desaliñado, a la espera de que algún resto de comida cayese al suelo o le fuese entregado como premio. El animal vio a Klhovetz y moviendo el rabo se acercó con gran entusiasmo. Klhovetz sacó algo de un bolso de piel de jark que llevaba en su cintura y se lo puso en la boca. El animal se relamió mientras Klhovetz lo acariciaba con afecto. Luego, ambos se miraron a los ojos y el animal volvió a rondar al grupo de hombres en la barra.
Klhovetz se sentó en una mesa vacía. Pidió un jugo de hierbas florales a una de las mujeres que se le acercó a preguntar si deseaba algo. El jugo de hierbas se servía frío y no era lo más deseable para una noche como aquella. Mejor un caldo, o incluso, un trago de licor que calentase el espíritu y el cuerpo por dentro. Aun así, la mujer no preguntó y se lo sirvió. ¿Quién era ella para dudar de los raros gustos de los clientes?
Cuando Klhovetz recibió la jarra, la sujetó con una mano y se llevó la otra a algo que tenía en la cintura y que quedaba oculto por la mesa. Miró fijamente el jugo y, al de unos segundos, el brebaje comenzó a humear milagrosamente. Entonces, cogió la jarra con ambas manos y le dio un trago.
El sabor del jugo de hierbas florales caliente siempre le traía recuerdos de su vida en el bosque. El olor a flores y a bayas, el aroma de los árboles y de la brisa filtrada por los arbustos y la vegetación volvían a su memoria con cada trago. También el olor a animales de todo tipo, sus rastros, sus desechos, sus feromonas… Por inercia, miró al viejo perro y se quedó observándolo durante un rato. Por algún motivo, aquel perro le recordó sus años con los huargos, su familia.
La única familia que alguna vez había tenido.
Nychel(1) había criado a aquel niño. Ningún miembro de la manada entendió jamás por qué. Que un huargo cuidase de un bebé en lugar de devorarlo de un bocado era algo inédito. Pese a todo, ningún otro lobo se atrevió a cuestionar a Nychel ni sus motivos.
El bebé creció fuerte en compañía de huargos. Nychel lo alimentó con su propia leche hasta que ya fue suficientemente mayor como para alimentarse de otras cosas. Durante los primeros años la loba masticaba la carne de sus capturas hasta dejarlas convertidas en una pasta y se la ponía en la boca. Con el tiempo, aquel niño ya fue capaz de capturar sus propias presas, como conejos, ardillas y aves despistadas. Finalmente, se convirtió en un miembro de la manada y salía a cazar con ella como uno más.
Dicen que la saliva de huargo endurece la piel. Y era cierto. Nychel cuidaba tanto del pequeño que lo mantenía siempre acicalado a base de lametones. Resulta curioso que los huargos nunca llegan a lamerse la piel debido a la densa capa de pelo que los cubre. Pero aquel niño, casi tan pálido como su madre loba, carecía de pelaje y siempre acababa sucio, con algún roce o herida o tiritando de frío en invierno. Cada vez que eso ocurría, Nychel se dedicaba a lamerlo de arriba abajo.
Con el paso de los años, la piel del niño no desarrolló un denso pelaje, pero se volvió dura como la roca y también muy resistente ante el frío o el calor.
El niño creció como un huargo. Corría a cuatro patas a gran velocidad, sus mandíbulas desarrollaron una gran capacidad de mordedura y sus dientes se volvieron duros y afilados como cuchillas. También aprendió el idioma de los animales.
Todos los animales del bosque tienen un idioma común. No es un lenguaje articulado porque no pueden hablar como los humanos. Hablan en su propio idioma a través de los sonidos, sí, pero también de los olores, de los gestos, de las posturas y hasta a través del pelaje o las plumas cuando las encrespan. Es así como los animales se comunican. Así detectan una amenaza y alertan de un peligro o reconocen a un amigo… o a un enemigo. Al igual que las aves reconocen y temen a los huargos, los huargos reconocen al resto de animales, aunque no temen a ninguno.
Por ejemplo, cuando un huargo está cazando y escucha un grillo, sabe que ha sido detectado y que su presa ha emprendido la huida, así como su presa, sea cual sea, reconoce en el canto del grillo la presencia de un huargo en las proximidades.
Además, cada especie de animales tienen su propio lenguaje. Los pájaros se comunican privadamente con otros pájaros o los conejos con los conejos. Y, por último, cada grupo de animales tiene su propio idioma. La manada de Nychel tenía el suyo mientras que otras manadas tenían uno ligeramente distinto. Eran como dialectos de un idioma, que a su vez formaba parte de un idioma mayor: el idioma animal que todo ser vivo entiende, excepto los estúpidos humanos.
Aquel niño era humano, pero no era estúpido en absoluto puesto que se había criado como un huargo.
Aquel niño aprendió el idioma animal, pero también el idioma de los huargos y el idioma de la manada de Nychel.
Y aquel niño iba siempre acompañado de un cuervo.
Con él, aprendió el idioma de los cuervos, de las aves y más cosas.
Muchas más cosas…
(1) Si quieres saber quién es Nychel, lee el Capítulo 1. Muerte
PD: Inspirada en el microrrelato 'EL REGRESO DE KLHOVETZ' publicado con motivo de la dinámica de las 15 palabras celebrada en el canal ‘En Español’. Si lo tuyo son los textos más breves, no dudes en probar noise y unirte a nuestro canal.
Saludos... Genial como la imaginación se hace una con la historia, en especial en la escena de la taberna, creo que hasta la música de fondo logré oír mientras le daba las migas al perro y observaba su alrededor detectando todo, en especial los que llevaban semanas sin bañarse. Pestilente aroma que fue neutralizado con la fragancia de su jugo de hierbas florales. Ahora... el capítulo 1 Muerte ¿es una historia alterna? Igual me la leeré, pero es para saber si existe un orden temporal... Saludos. Buena tarde.