Contra Nietzsche
I
Qué tristeza ver al enemigo derrumbarse, contemplar al miedo, tembloroso, suplicándonos ternura; qué duelo del alma ver caer el imperio del malvado, la beatitud del héroe: somos merced a lo imposible, embriagados de poderío, seducidos por la idea de epilepsia, de cambio, de historia. Más, en el fondo, se adivina que el gobierno que trama nuestra idea de orden, lo ejercen las ignorancias, los prejuicios, la imposibilidad de hacer contacto con la realidad.
Toda forma de conocimiento es prejuicio, pues posponemos el juicio verdadero al instante inminente siguiente: cuando la templanza es suficiente para resistir la destrucción del misterio, cuando, la verdad, más cercana al hartazgo que a la metodología de la investigación, es una necesidad de sobrevivencia, de egoísmo vital, de vileza espiritual.
Amamos no saber, no pensar, no conocer, porque sólo se puede amar no conociendo: se puede vivir en exclusiva plenitud continental de una biología; es decir, atados a la suerte de una vida definitoria, la que, éticamente, nos exige la asunción responsable de su porvenir porque ya nos ha tocado vivirla.
Pero pensar es el peor error que puede cometer un ser vivo, quien obtiene su forma de respiración de una savia autista. A medida que el espíritu crece, expandiéndose sobre sus negaciones y sometimientos, las funciones vitales empiezan a estar de más, y toda forma de civilización camina rumbo al fin de su energía. Si a la sabiduría se le identifica con la vejez y a la insensatez con la juventud, no es por una coincidencia cronológica, sino porque sólo el viejo tiene la aptitud de renunciar a los sueños, a la ingenuidad de días mejores en virtud de un descubrimiento mayúsculo: no existe tal como un salto de lo numérico a lo esencial, no hay capas en la penetración de los días, no existen más que estados de la percepción.
Se pretende, Nietzsche lo pretende, penetrar el misterio para adquirir la raudeza que nos arrebató el nihilismo del sometimiento. Pero es confuso abrazar a la naturaleza con los brazos del espíritu, el por vocación asesino, el que supervive entre las grietas ruinosas del devenir. Espíritu no es himno a la vida, sino es el mecanismo generador de excusas: las de no renunciar a la vida, las mixtificadoras del placer, incluyendo los himnos mismos. Se canta y se alaba para no blasfemar: relevo que efectúa el instinto espiritual en aras de una coherencia ontológica. Y esa coherencia, resultado supuesto del desmantelamiento de la vitalidad, no alcanza mayor racionalidad que el de la factualización: nadie en su sano juicio haría una apología del suicidio sin la incoherencia manifiesta de que todo ello provendría de una idea de vida, por supuesto, injustificada por pretenciosa, pues forzosamente se elevaría de la plataforma que la vida auténtica le ha dado.
Se ha dicho, Camus lo ha dicho, que toda búsqueda de una vida más allá de ésta vida, supone un desprecio de ésta y una falta de responsabilidad para encarar el destino que nos tocó vivir. Todo el nietzscheanismo parte de esa premisa fundamental: la esencia de la vida cumple con la exigencia de coherencia moral. Más ¿cómo se torna un accidente, una bagatela, una superficialidad en un quehacer elevado? El empeño, la fuerza de la autodeterminación, el invento que el espíritu hace, supera toda marcha claudicante, todo vértigo que nos produce el asco y la desesperación.
II
Propiamente, la vida como abstracción carece de sentido y de interés, resultando más relevante pensarla como ironía, o sema indeterminado; tal es la opción de Nietzsche, en el reinvento de días desgastados por el poder de la inteligencia. Realmente nadie desea la genialidad, convertirse en un monstruo, en la lucida llama de un sol anciano.
Pero no hay intensidad real en expandirnos sobre el blanco de un texto, en hacer de nuestra vida una biografía. Todo nietzscheano es literato, y todo literato condensa la aspiración nietzscheana, incluso los artistas “postmodernos” que poco hablan: con su silencio circundan los rigores del signo. Esta visibilidad, este tacto que desvela la fisonomía del mundo, se ha hecho más palpable con las mezclas sustitutas de un tiempo extendido sobre el rincón de las almas, las que tienden al übermensch, al ideal de estar fuera del tiempo en continuo cambio hacia su reinterpretación. Tal relevo lo efectúa el espacio, la visibilidad, la estructura: formas de la potencia condensada, de la proyección de las verdaderas fuerzas humanas. Esa obsesión heideggeriana por el tiempo obedece a un contra movimiento de la visión nietzscheana (definiéndolo como de los suyos), centrado en un tiempo paralítico, en el giro griego del eternamente. Pero ese platonismo reinventado (Nietzsche quiere estar fuera de sí, tal y como Platón quería estar fuera del mundo, al decir de un conocido pensador moderno), es contranatural de la ansiedad y el complejo, de nuestra noción de futuro y de pasado, es decir, de nuestro génesis y de nuestro Apocalipsis. En aras de postular la energía pura, sin determinación de sentidos ajenos a la voluntad del hombre, Nietzsche rompe el esquema de la linealidad del tiempo cristiano, del devenir en la historia, es decir, reubica la dimensión del ser al margen de los días.
Curiosamente, algunos pensadores latinoamericanos han visto su papel y destino en la periferia, la misma que debieron asumir hace un tiempo dada la vocación de su terruño de arrabal del mundo. Nada tan paradójico que sea un francés, a pesar de ser argelino, el que nos hable de lo marginal, del afuera simbólico, de la nota al pie de página. De igual forma acontece con el invertido nietzscheano más famoso que tiene Francia: sus proyectos no son más que una continuidad de esa religión que fundó el de Röcken, refinada y sutil, extática y pálida, desarrollada sobre la ilimitada faz de la letra, de la poesía, de las ganas de vivir, es decir, en el desarrollo continuo de un sentido por el cual seguir respirando (revelación desesperanzadora de la clase de suicidas dimitidos que son).
Pero los tales, parásitos del profeta del anticristo, no tienen más éxito en el terreno de las ideas que el parangonable al fracaso de sus vidas (desde el punto de vista de su merecido destino señoreable). No podría ser de otra forma dado el evidente hecho de que el caminante de Sils-María no era más que un Dios solitario, fracasado en todos los proyectos vitales, en sus guerras silenciosas de las cuales sólo su correspondencia da muestra. ¿Cómo no recurrir al consuelo de la literatura, de las ideas delirantes cuando una simple mujercita nos ha dicho que “no”? Homo scribens de los caprichos de sus fatalidades, todo poeta y filósofo, es incapaz de asumir la necedad de ese constructo sublime que es el lenguaje, imperio al que debió de tornar sus ímpetus de destrucción mayores si quería sobrevivirse. Pero, fiel a su destino, Nietzsche abona de manera obsesivo-compulsiva su propio hundimiento, en una pérdida, no del mundo, que es al que tanto ama, sino de sí mismo: se entiende que se ha anulado de la misma forma en la que las transmigraciones elevan a las almas a su próxima regeneración crepuscular. Integrándose a su eterno retorno, deja a la letra por fin, vacía el texto absoluto de su ser, y descubre la máscara que yace debajo de su rostro.
Esa apoteosis purga al poeta que fue, en efecto, aunque deja intacta su pretensión romántica, de lo ya plasmado en su “filosofía”. Esta revelación extática de iluminado, ha sido el mayor pasto celestial para los rumiantes de la epilepsia de nuestros días.
Solamente se ha escrito un solo libro de superación personal del cual todos los demás son una pálida copia; ese gran libro lo escribió Nietzsche. Haciendo uso de un término que usan corrientemente algunos imbéciles: ¿qué clase de “complejo de inferioridad” habría que tener para estar tan deseoso de estar fuera de sí, de su humanidad, es decir, de la miseria cósmica que se ensañó con nosotros? Que el universo sea injusto no puede ser solamente una idea. La idea nos dice que es perfecto y equitativo, y que nos ha repartido la naturaleza la capacidad de destruir y construir. De cualquier forma todo el planteamiento surge de la idea de justo o injusto; lo demás es un juicio al cual el universo es indiferente. Las cualidades genéticas del amo y del esclavo no son más que confusas si se examina lo contrafáctico de diferenciar buenas o malas ideas, entre las ideas mismas. Era mejor negar la eficacia de todo género de ideas, incluso las que se combaten a sí mismas.
Sabido es que Nietzsche titubeó algún día entre hacer una carrera musical o literaria. La historia nos ha heredado algunas composiciones suyas. Todo gran crítico se arrostra atributos escondidos para hacer mejor aquello que critica. ¿Qué era eso de escarnecerse contra Wagner con un amor-odio parecido al de un mozuelo enamorado? Una puesta en escena musical. Recordemos: “la eternidad es tiempo musical”. Ese arrebato rebelde contra el estatismo, y el quiebre que las metafísicas han efectuado sobre el instinto de superación humana, en Nietzsche tienen un escenario privilegiado. Dentro de los heraclitinismo y parmenideismos, es el pensamiento del escritor del crepúsculo de los ídolos, quien mejor efectúa la receta de las motivaciones, de las morales para no quedarse quieto, encadenado a una totalidad subyugante. Más que Hegel, incluso, cuya megalomanía no es más que una caricatura del will zur match, Friederich Nietzsche ha sido el proveedor oficial de los agentes de destrucción de todo beneficio del quietismo: desde Schopenhauer hasta el budismo como religión, se ha ensañado contra los motores que patrocinan a la historia alentando las alas de las biografías individuales, anulando con ello la historia anticuaria, en nombre de la monumental. Historia al fin y al cabo, las ideas están insertas en ella, tornándola un endemoniado sin posibilidad de aspiración a dejar de aspirar.
III
Nietzsche como hombre, como caso, es de una presencia desgarradora. Sus última cartas, antes de la euforia de Turín, nos invitan a vislumbrar la magnitud prodigiosa de su inteligencia y el inminente colapso de un ímpetu sobremanera desbordado. No se puede estar ajeno a su ejemplo, no nos puede mantener indiferentes la proeza de hundirse de forma tan grandilocuente: ni siquiera Ícaro dio ese espectáculo al momento en que caía al mar Egeo, o Prometeo atado a su peña, en el tormento eterno de odiar y dejar de hacerlo.
Verlo postrado, en sus últimos días, es contrastante aunque sintetizador con “el pobre diablo” que escribía sus molestias y carestías económicas en su correspondencia con íntimos y conocidos: uno es un hombre, demasiado humano, el otro, un Dios agotado, minusválido, cuyo semblante nos mueve a un patetismo ilimitado, pero cuyos rasgos forman parte de esa mueca general que es el espíritu del hombre, su miseria, su fuente inagotable de…nada. En todo caso, el contraste absoluto está en su Dionisio, en su Zaratustra, saltimbanquis de un poderío demencial. La idea de Quijote no es más que un patrimonio común de todo el gran autoboicot que son las historias humanas, las grandes y las pequeñas.
De repente a todos nos ha parecido que su muerte es un engaño más. Cada contradicción tiene alguna forma de ser alumbrada por otro texto, la llave de su interpretación, apertura a la cofradía del entendimiento, parece estar aún al acecho. Paranoia del deslumbramiento: nos parece que todo es un sistema, que como obra de un “filósofo”, finalmente nos ha abandonado, dejado a merced de los elementos de la verdadera naturaleza, caótica e ingobernable. Se salvan sus palabras merced a su poesía, y sus razonamientos naufragan al momento en que los auscultamos con la fisonomía del hombre “fuerte”. Mirad, por ejemplo, el prototipo del cual parte su idea de pueblo dionisiaco: el pueblo Judío (esto, derivado de la aplicación de su pensamiento, no de sus opiniones sobre dicha comunidad). Sin duda el pueblo más valioso sobre la tierra, al punto que es una afrenta a nuestra humanidad no pertenecerles, a pesar de ello, no es más que la representación a escala colectiva del destino nietzscheano: solamente alguien se eleva para hundirse mejor. Esto es tan veraz que no nos explicamos cómo Nietzsche no fue judío.
Finalmente, los Dioses a los que adoran los hombres fuertes, tienen de común la extrema diferencia que hacen con ellos. El hombre pálido se asemeja por completo a su Dios, es su clon. Mientras más semejantes e idénticos a Dios seamos, menos éste tiene interés en nosotros. En cambio, la idea del hijo pródigo agita a cualquier Padre celestial; la idea de un endemoniado, pagano, sujeto a la potestad de miles de demonios, bien vale la pena de cruzar todo un mar para luego retirarse sin mayor brío. Los espíritus que nos inquietan cobran mayor existencia por ese hecho; sus contradicciones y sus alegatos hiperbólicos nos contagian de insensatez, nos impulsan al agravio y a la confección de discursos de higiene pública: los necesitamos, vindican la satisfacción de defender lo que amamos, hacen la diferencia, son el blanco de nuestras empolvadas energías. La relación hombre-Dios, debería ser semejante a la que tenía Job con su Yahvé. Leed los salmos y descubriréis los sentimientos más puros que deberíamos desnudar ante el responsable de la realidad total: odio, exigencia, resentimiento, fatalidad, miseria: el súmmum de lo humano, una orgía para cualquier psicoanalista de pacotilla.
Si Nietzsche nos es tan afín, es porque nos usurpó a todos: lo detestamos porque hubiésemos querido hacer lo que él hizo. Por eso nos parece tan Perogrullo, tan abarcante, tan total. Ya sabíamos eso de que Dios murió, de que todo está perdido, y de que hay que hacerse al fuerte para poder continuar. Eso es todo. Pero lo sustancial es irrelevante: eso es casi un homenaje a su pensamiento, lo importante es cómo decirlo, como alzar la espontaneidad milenaria de nuestra persona, aunque en ello nos tachen de poetas, oficio, por otra parte, nada desdeñable: a fin de cuentas ¿qué hombre no vive su sueño? Mejor hacerlo con la creencia en la libertad, cantando la belleza que el dueño de este universo nos arrebató.
Qué excelente. Yo tuve la oportunidad de publicar tu perfil y recomendarte en Noise.cash ya que tenía bastante tiempo que no leía de esta manera a alguien que escribiera así. Creo que los conocimientos se adquieren en la medida en que uno lee y discute los contenidos y las temáticas y pienso que tienes un muy buen capital ideativo. Saludos!