Apología de la pena de muerte

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El hombre es una especie de primate más de la familia de los homínidos: un animal. Ni siquiera se puede decir que sea un animal superior porque esto supone una interpretación errónea de la evolución: la adaptación al medio es lo único que los seres vivos tienen como ventaja frente a sus competidores. Si estamos vivos pese a nuestra incompetencia y a la fragilidad de nuestros cuerpos es por la capacidad de acumular cultura generación tras generación. En la jungla, sólo somos una especie perdida más, y no precisamente la mejor adaptada. Si un hombre aplasta con su mano a una mosca, es poco probable que otro miembro de su especie clame al cielo por el crimen cometido, llore o de patadas de rabia pueril; es, de hecho, más probable, que le acerque un pañuelo con el que limpiar su palma pringosa de cadáver de mosca desafortunada. Sin saberlo, todos medidos el valor de la vida en distintos grados. Por prejuicio, concedemos que la vida de un hombre es lo que más vale, que en realidad es lo único que vale. Somos todos unos ególatras sin remedio. Esta apología es un estridente grito en el desierto. Y no uno demasiado desgarrador: me importa un bledo.

El prójimo es un hermano, un compañero reconocido como tal dentro de nuestro cerco infantil de empatía. El prójimo es un aliado, un humano respetado e idolatrado porque es un individuo único en sí mismo. El prójimo es un alma que inspira solidaridad, compasión, fraternidad. Todos somos únicos, efímeros e irrelevantes: una banalidad que edifica ciudades horrorosas. Pero el prójimo también es un fastidio, un competidor, un criminal, e inspira asco. El prójimo hiere, repele, lo queremos lejos de nosotros. No hay más que razones arbitrarias para tener más consideración con los humanos que con los mosquitos: si te chupan la sangre, los aplastas. ¿Qué clase de argumento es la especie? Hay delfines más inteligentes que muchos sacerdotes y perros más cariñosos que muchos humanistas.

La sociedad legal evita que los hombres se aplasten los unos a los otros. Pero no sólo la sociedad: milenios de cultura moral fertilizan el terreno. La sociedad sólo es una expresión cultural más. En dicha cultura entran fácilmente los valores religiosos predicados por hipócritas depravados. En la guerra, se mata al enemigo porque la causa por la que cada cual lucha legitima el asesinato. En la sociedad, se mata por la desobediencia al contrato social que se supone aceptado por todos sus miembros; al menos en los Estados en los que se continúa ejerciendo la pena capital. Este contrato social es la causa que cada uno acepta como más grande que él mismo. Si otro la infringe, es normal que se lo pretenda decapitar. Nos resignamos a una sociedad impuesta por siglos de cultura nefanda que no podemos ni nos conviene cambiar.  Lo que aprende demasiado tarde Josef Kennedy es que no se puede cambiar el sistema, que es mejor ser libre para ocuparse de sus propios asuntos: Pues los abogados ––y hasta el más ínfimo de ellos podía abarcar, al menos en parte, las circunstancias que allí prevalecían–– no pretendían introducir ni imponer ninguna Mejora en el funcionamiento de los tribunales, mientras que casi todos los acusados ––y esto era lo significativo––, incluso gente muy simple, empezaban a pensar nada más entrar en proposiciones de mejora y así desperdiciaban el tiempo y las energías, que podrían emplear mucho mejor de otra manera. Lo correcto era adaptarse a las circunstancias. Aun en el supuesto de que a alguien le fuera posible mejorar algunos detalles ––aunque sólo se trataba de una superstición absurda––, lo único que habría conseguido, en el mejor de los casos, sería mejorar algo para asuntos futuros, pero se habría dañado extraordinariamente a sí mismo, pues habría llamado la atención del cuerpo de funcionarios, siempre vengativo. ¡Jamás había que llamar la atención!

El individuo no es un fenómeno abstracto: es un hombre sin alma, con escaso valor, una condena anticipada a la descomposición. Medir al individuo como algo grande o absoluto es pretender que una pulga entre al cielo con pase vip y fanfarroneándole al propio Jesucristo. Una pena de muerte sobre un hombre no supone más que un adelanto a lo que ocurrirá de todas formas como natural. Es más, la pena de muerte es preferible a una muerte natural en tanto que es todo un honor que se ocupen de ti de un modo u otro: todos tenemos nuestra dosis de vanidad. Ponte guapo para el día de tu ejecución, miles de personas te observarán en sus pantallas de televisor. Morir solo, abandonado, sin público, es el auténtico fastidio. Una ejecución pública, en cambio, es un acontecimiento magnífico, irrepetible, un espectáculo soñado.

Nos dicen los humanistas y demás morralla que un Estado no puede legitimar el crimen por una cuestión de coherencia: el asesinato debe ser castigado de otra forma que no conlleve un asesinato. Pero, ¿quién necesita coherencia teniendo poder? Y si esto fuera cierto, ¿cómo se podría castigar el secuestro si las penas exigen la reclusión del criminal? ¿No es esto, exactamente, castigarle con el mismo crimen del que ha sido acusado? En tal caso, es hipocresía. Los demócratas dicen que las cárceles son una medida de reinserción. Y bien, ¿qué hacemos efectivamente para reinsertar a los presos? Los recluimos una temporada y luego los soltamos más maliciosos que antes, con más rabia acumulada. El Estado que quiera ser coherente, debería abrir las puertas de todas las cárceles. Por fortuna, la coherencia es un ideal absurdo y tenemos a todas esas hordas de chusma lejos de nuestras calles. Cada cual tiene su excusa para faltar al contrato, muchas de ellas comprensibles dada la actual desigualdad social de los países. No obstante, no todos los presos son reinsertables y no todos los delitos desaparecerían en un Estado ideal. Por otra parte, el miedo a que la pena capital se transforme en un arma política para matar a la oposición es absurdo. En primer lugar, nadie ha visto que esto se cumpla jamás: la conclusión no se sigue del antecedente. Y, en segundo lugar, la pena de muerte ya es un arma política, en todas partes, para matar a la oposición: los contrarios a las normas de convivencia social más elementales. Estos son, de hecho, los más peligrosos. A un oponente político le puedes discutir tal o cual medida, pero, ¿qué puedes discutir con un tipo cuyo único deseo radica en la absoluta destrucción del orden establecido? El cirujano no debate contra el tumor: lo extirpa.

Si un relámpago apuñalase el pecho de un verdugo, en el momento de cumplir una ejecución, entonces podríamos asumir que la vida humana tiene valor para algún tipo de deidad o creador. No obstante, como los campos sembrados en sangre son más fértiles, podemos asumir todo lo contrario: estamos solos, no le importamos a nadie. Y, lo más importante, tenemos que ahorrar en cuidados, vigilancia y medicación. ¿No sería más barato acumular presos en un agujero hasta que se mueran ellos solos de inanición? Las objeciones contra este tipo de medidas son pura elucubración cristiana.


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