Vanidad
Con toda la humildad de su noble corazón, mi madre compra café helado para todos. Cuatro unidades de 250 ml de café helado para cuatro personas: mi padre, mi hermana, mi madre y yo. Vean usted cuán largo, a propósito de cualquier bagatela, puede llegar a ser mi sufrimiento: lo pruebo y no me gusta. Esto me conduce a pensar, ¿qué hago? ¿lo tiro? ¿lo tomo? ¿lo tiro disimulando, para no herir sus sentimientos, o si se tira, el solo hecho de tirarlo, hiere algo más profundo que sus sentimientos, demuestra mi indignidad, mi poco sacrificio? ¿Pero acaso existe algo más profundo que los sentimientos humanos, queridos lectores? ¿No rebajo los sentimientos humanos, es decir, al hombre encarnado, al pretender fingir que existe algo más importante que no herir los sentimientos de una madre, que es cuidarse uno de no cometer vilezas? ¿Qué haría un mártir? Un mártir, desde luego, no lo tiraría disimulando: ya hemos visto que este sería un gesto profundamente humillante para uno mismo, pero es una humillación, así mismo, reconozcámoslo, llevadera: no hay castigo menos relevante que el que uno, en su arrogancia, se impone. Tampoco caería un mártir en la bajeza de tomárselo: con este gesto, y aunque uno en cierto modo se sacrifique, sólo se estaría evitando el problema, a costa de una solución rápida, práctica e insustancial. Un mártir, y esto es lo que lo define, no se sacrifica por la salvación de una o dos personas, es decir, por hacerle a nadie la vida más llevadera: los mártires se sacrifican por las ideas, pero no por frías ideas lejanas, sino por ideas que salvan al hombre, aunque sea la salvación por el sufrimiento, las cuales ellos no sólo predican con su ejemplo sino que las ponen en marcha. Un mártir, por lo tanto y atendiendo a esta última definición del concepto, que espero que ustedes, para poder continuar con esta reflexión, acepten en principio sin prejuicios en contra, tiraría el café por el desagüe delante de su madre, con falso gesto despectivo y provocando el mayor sentimiento de dolor posible en la otra persona, afirmando que de qué culo, ano, colón, recto, orificio anal o esfínter salió aquella mierda tostada denominada falsamente en el envase como “café”. Con ello, se aseguraría uno de no querer defender ni demostrar ningún honor: él mismo es la alimaña más vil que existe y no tiene salvación en este mundo. ¿Qué aprende la otra persona, y por qué idea se sacrifica el mártir? Por la idea de que todos somos igualmente inmundos, y lega en la psique ajena una idea poderosa: que se es una víctima injusta del entorno. El cerebro humano es una especie de basurero donde se almacena toda la basura de occidente; es por esto que uno es siempre una víctima injusta de su entorno: nadie elige con qué basura llenarán su cerebro. En el momento en que uno toma conciencia de su victimismo, no le queda más remedio que convertirse en dos tipos de hombre: el mártir o el santo. Un mártir, como hemos visto, se llenaría él mismo el cerebro con mucha más basura occidental: de este modo, una vez convertido en esperpento, su simple imagen nos liberaría al transmitirnos la visión directa de nuestra propia inmundicia. Un santo, sin embargo, y aunque funcione también de ejemplo contrario, se liberaría de basura occidental: dejaría su cerebro vacío de porquerías. Así pues, sólo dos opciones se tienen en la vida: ser un mártir o un santo. Cada hombre en particular nace únicamente para desarrollarse y transformarse en una de las dos: mártir o santo. Yo, declaro solemnemente, soy un mártir. Y acabo de hacer llorar a mi madre.
Estas son las incoherencias de la vida, como sufrimos y a su vez hacemos sufrir a los demás. Ocurre entonces egoísmo en nuestros pensamientos y acciones.