Una vida romántica

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Yo también creí alguna vez en el arte. Pensaba entonces que era lo mejor que se podía hacer con la experiencia, e incluso llegué a declarar que la literatura era una escuela y un hospital donde la humanidad se forma y se cura. Que todo esto lo diga en pasado es suficiente para entender que ahora soy un descreído. Y, sin embargo, han existido hombres mejores que yo, más inteligentes, que se comprometieron con esa idea. Uno de ellos era Hölderlin, que escribió Hiperión. En ese libro, que es novela y poesía y síntesis del cauce romántico, su héroe tiene un ideal que ama. Es un modelo de algo que yo no podría ser.

Elevarse sobre si mismo, volverse alguien noble, sabio, fuerte, libre; convertirse en un héroe: ésa es la vida romántica. Que nada sea suficiente, que las experiencias vengan en grandes tragos, que todo sea sublime y transformador: ése es su gran peso. De tanto querer vivir, el héroe romántico vive como caminando sobre una cuerda floja: “cuánto más feliz eres, menos cuesta condenarte al abismo (…)”, dice Hölderlin. Yo prefiero la calma, la mediocridad que no exige, la desaparición sin rastro, silenciosa, de mí mismo, pero admito lo que hay de admirable en el héroe romántico. El único optimismo soportable que he conocido está en las páginas de Hiperión, mayoritariamente alejado de la cursilería gracias a la contención melancólica que lo detiene: “Esto es lo que ganamos con la experiencia, que no podemos imaginar algo excelente sin pensar al mismo tiempo en su contrario”, dice el protagonista. Los románticos tienen un vitalismo que es, en cuanto se experimenta, un cuestionamiento sobre la naturaleza misma de ese vitalismo, sobre la vida. ¿Así se vive? ¿Así se debe vivir? Pasado el problema serio del suicidio, las razones para no aniquilarse, queda aún esa pregunta que se hacían los románticos: ¿cómo vivir? Y su intuición les decía que tenían que vivir como la mejor o la peor de sus versiones, entre las que siempre oscilaban como entre dos vacíos. ¿quién puede llevar sobre sus hombros una existencia tan significativa? Para mí es imposible.

Si algo dificulta esta tarea es que la vida del héroe romántico está llena de fracasos intolerables. Más constante es la muerte que la vida en el Romanticismo, y además está acompañada de la tristeza, la decepción, las condiciones más bajas, humillantes y dolorosas. Hiperión desea ser un sabio, pero se hastía del orgullo intelectual; quiere comprometerse con la libertad del hombre, pero su revolución falla; ansía el amor, pero el amor muere. Que no se quiebre no significa que ignore que ha perdido algo valioso. Quizá lo que más agradezco del Romanticismo es su paciencia para los espíritus incompletos, un entendimiento muy humano de los tristes, porque el Romanticismo nunca reniega de la desdicha: “no me atrevía a llorar; no me atrevía, sobre todo, a existir”, dice Hiperión, y también esto: “deberíais asombraros en silencio si no sois capaces de comprender que hay algunos que no son tan felices como vosotros, que no son tampoco tan autosuficientes (…)”. Tal resulta su fascinación por el sentimiento que el Romanticismo imagina que el mundo interior se manifiesta en la realidad exterior, y que una honda pena puede reflejarse en una tempestad o un acantilado en el que se rompen las olas. Me conmueve la belleza de pensar que así conocemos lo íntimo, en todo lo que está en nuestro alrededor, aunque yo no lo pueda creer o no me atreva a creerlo. Leyéndolo así, me parece que no se aleja mucho de un ideal de autoayuda, que finalmente surge de una necesidad virtuosa: querer ser mejor, aunque me parece que el Romanticismo es más sincero, pues no rechaza lo desagradable, lo insatisfactorio o lo triste, sino que los comprende.

Vivir una vida romántica es, pues, dificilísimo. Todo es demasiada altura y demasiada profundidad, y por eso con justicia se la ha acusado de enfermizo, inestable y obsesivo, pero algo hay que salvar del grave compromiso romántico. No creo que sea la fe en el arte ni la idea de la belleza como fin, cosas que convirtieron al Hiperión en uno de los grandes modelos de prosa poética. No creo que sea su conciencia política, ni su admiración por la naturaleza. Y, aunque me incline al pesimismo, no creo que sean sus largos lamentos. Si algo tuviera que rescatar de la hoguera sería esa ingenuidad necesaria de creer, al menos por una vez en la vida, en la voluntad de las personas, y en el deseo, por mínimo que sea, de ser alguien mejor. Que al menos la vida tenga ese significado.

“Como el cielo estrellado, estoy a un mismo tiempo quieto y en movimiento”.

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