Un océano en mi techo

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Miraba, medio dormido, cansado, apático, el techo de mi cuarto, cuando me di cuenta de que éste se había transformado en un océano blanco. Las olas crespas ondulaban por todo el cuarto, incluidas las paredes, extendiéndose, muriendo, renaciendo. Había navíos y veleros y pesqueros y barcos pirata y ballenas y algas y delfines brincando y haciendo cabriolas y gaviotas volando en círculos alrededor del sol y viento a la deriva que ensortijaba la espuma de las olas... Ya no tenía motivos para morir... ¿Por qué suicidarse cuando el techo de tu cuarto es un océano? Ya no estaba solo, todo era posible, podía hacer mil cosas, mil planes, incluso darme un baño, refrescarme, hundirme en el agua, o salir a la aventura en una pequeña embarcación, yo solo, pescando para sobrevivir, bebiendo el agua de lluvia que chorrea de las frías estrellas, charlando con las sirenas, tritones, y otros dioses marinos, Neptuno, Sedna, Nereo, Ahti... llegar hasta una isla o a ninguna, mientras no me faltase de nada, siguiendo las constelaciones. Toqué el agua con un dedo, con la punta, se hundió en el mar, se expandieron olas, todo tembló, hubo un terremoto, las gaviotas fueron las primeras en chillar y escapar, y se me cayó encima un trozo de techo, justo en la coronilla, y se desbordó todo el océano, un enorme agujero en medio del techo, devorándolo todo, mientras yo me desvanecía, engullendo toda el agua, hacia adentro, como sorbiendo, los peces, los reflejos del sol en el agua, los barcos, los delfines, las ballenas que intentaban huir, aterrorizados, y al final no quedó nada de mi océano, nada de nada, sólo un agujero por el que ahora podía ver las ratas asomarse en la oscuridad y tirarse hasta mi cama, sedientas con ojos rojos, para beber la sangre que emanaba de mi cabeza y lamer mi cerebro, que asomaba por el cráneo roto, como un helado, para hincarle el diente.

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