Un diablo incrédulo
Disparo con el dedo a un hombrecillo arrugado sentado en un banco junto a un frondoso árbol.
—¡Pero bueno! ¡Será posible!— Dice el viejo. Sonrío.
¡Y tanto que es posible! pienso, ¿Por qué las personas siempre dudan de lo que acaban de ver?
Sigo mi camino y disparo con el dedo a un niño de unos siete años que acaricia a un perro. El perro me ladra y el niño me devuelve el disparo. La bala penetra por el abdomen, atraviesa el intestino grueso y sale por la espalda. Me tambaleo, camino a tientas hasta un muro y con la mano taponeando la herida me dejo caer de espaldas sobre éste, dejando tras de mí un reguero de sangre. Nadie me hace caso. ¿De qué forma tiene uno que morirse para que le hagan caso? Ya que es inevitable morir, intento disparar contra todo el mundo, quiero llevarme a todos los que pueda conmigo, para reclamar autoridad legal sobre sus cuerpos en el infierno y cambiarlos por cigarrillos. Un humano vale lo que dos cajas de cigarros. Y ni siquiera fumo, pero se puede empezar una vez muerto.
Nubes grises se dispersan por el cielo, siguiendo una rápida corriente de viento. Un sol amarillo brilla como ahogándose entre las nubes. El niño se me acerca, se para a mi lado, me apunta, ríe y me remata con un disparo en el entrecejo. Mi cuerpo sin vida cae al suelo como un peso cualquiera, como bolsas de basura que un loco ha arrojado por la ventana de un tercer piso.
Escucho que empieza a llover.
Hace calor y mi ropa está impregnada con mi sudor. Levanto la vista y hasta donde ésta alcanza sólo acierto a descubrir escombros y ruinas, ciudades despedazadas en un desierto rojo.
La arena está teñida de color sangre y por todos lados se aprecian ciénagas rebosantes de cadáveres y vísceras. El viento sopla caliente y en mi travesía descubro cómo peina y raspa calaveras. El horizonte tiembla de calor. Tengo tanta sed que bebo un poco de sangre estancada, escupo la astilla de un hueso y escucho una voz que me llama por mi nombre. Le pregunto:
—¿Cuántos cigarros me ofreces a cambio de seis muertos?
—Lo único que hay aquí son muertos. Pero ¡Ay! Si tuvieras uno vivo la cosa sería muy diferente. En seguida serías el Rey de este lugar.
Se lo he preguntado sin atreverme a girar. Sé bien que es el Diablo quien está tras de mí, pero una cosa es saber algo y otra que tu certeza te dé un puñetazo en las narices.
—Me pregunto cómo se pueden conseguir hombres vivos aquí.
—Eso es imposible. Me contesta sin esperar a que se lo pregunte.
—¿Y qué es posible en este lugar? (Aunque temo verme envuelto en una discusión filosófica inútil, permanezco atento a su respuesta).
—En este lugar todo es posible: puedes tallar un infierno sin fondo, hablar solo, hacerte amigo de las llamas... todo es posible, y he ahí lo aterrador de tu castigo.
Me lo temía. Me marcho sin dejar que continue con su cháchara vana.
—¡Eh! ¡Bastardo! ¡No puedes dejar al Diablo a medias! Dice el Diablo.
—Me sonrío. Y vaya que sí puedo. ¿Por qué todos los demonios son tan incrédulos? Si dices que todo es posible, ahí tienes tu respuesta.