Reflexión sobre la muerte, la soledad, las palabras y el suicidio (y creo que eso es todo)

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Capa tras capa, la podredumbre se amontona en el mundo –si no es el mundo únicamente podredumbre, o la osamenta esencial sobre la cual, la podredumbre, se desarrolla. Esa podredumbre somos nosotros, es decir, los cadáveres que seremos, los cadáveres que son aquellos que llegaron un poco antes que nosotros; y desde luego, los cadáveres que fueron los que llegaron mucho antes que nosotros. Más pronto que tarde todos nos morimos, caemos al suelo como fulminados, nos pudrimos, vertiendo nuestro organismo sobre la tierra, y desaparecemos como polvo que sopla el tiempo. Del sitio donde nos pudrimos a veces crecen flores, otras los perros husmean, echan una meada sobre nuestra tumba o desentierran algún hueso. Tal es el destino del hombre.


Bien. Hemos visto cuál es el destino del hombre, del hombre en tanto ser individual, del hombre de carne y hueso que ahora estará en su casa rascándose los callos de las manos. Lo hemos entendido perfectamente. ¿Perfectamente? Como en el fondo me considero un morboso, insistamos un poco más en ello. Un viudo, por ejemplo, visita la tumba de su mujer. Su mujer murió no importa cómo, quizá era joven, aunque probablemente no. Ahora su marido está delante de su tumba, sostenido contra la lápida porque le da un mareo siempre que la visita. Le echa flores. Podemos ver un ramo de flores sobre la tierra abultada, como vientre lleno, que devora a la pobre mujer. El viudo, por lo general, no tiene en mente esto, es decir, que su mujer es un cuerpo inválido, en proceso irreparable de descomposición, no piensa en que ahí debajo se la están comiendo las bacterias, que gases fétidos se desprenden de su carne. El viudo pensará que su mujer no está, que se ha esfumado, tendrá la noción, si es que es un poco avispado, de que aquello que su mujer era ha desaparecido (si no lo es, creerá que su mujer ha ido al cielo, que se ha convertido en alma, en energía, en espíritu, etc, etc); en cualquier caso, que esta sea la impresión menos estúpida, no significa que sea la impresión correcta: lo que el hombre, cualquier hombre o mujer, se negará a aceptar es que su mujer sigue siendo quien, debajo de sus pies, como una sombra sórdida (o como una planta sórdida ¿qué es un cadáver, sino una planta sórdida creciendo al revés en un mundo frío?), como un pedazo de carne inútil, vulnerable, está pudriéndose sin remedio e irremediablemente bajo tierra. No es que, por insistir en la corrección de este error, su mujer no esté, es que su mujer no se comunica, no experimenta, pero sigue ahí: su mujer era su cuerpo, su mujer se comunicaba mediante funciones corporales; en tanto seres corporales, no somos dueños de nuestros cuerpos, porque el cuerpo no es una mercancía, somos nuestro cuerpo – de modo que, igualmente, podemos hacer libre uso de él. (Aunque ¿en qué momento un cuerpo deja de ser un cuerpo? ¿un cuerpo desmembrado es un hombre, un polvo es un hombre, un átomo es todavía un hombre, cada átomo de cada hombre son ese hombre? ¿sólo se es hombre en la medida en que existe cierta voluntad autónoma, de modo que en la muerte no somos hombres, sino organismos? ¿y los animales? ¿las piedras son felices? ¿las estrellas tienen paz? ¿la lluvia se automedica? ¿quién habla hoy en día en nombre de las piedras, de las estrellas y de la lluvia?) Si amásemos honestamente a nuestros seres queridos no diríamos que han desaparecido, una vez muertos, sino que ahora no podemos seguir dándoles la tabarra. ¿Qué es la muerte, al menos simbólicamente, sino distancia? Cada cual tiene su muerte, se pudre en su muerte, sin rabia, sin nisiquiera paz (o con una paz absoluta) simplemente ciegos como piedras.


Pero no queramos ver un drama donde sólo hay un episodio ligeramente triste: este viudo pronto olvidará a su mujer, se volverá a casar, amará, tendrá hijos con cualquier otra, penetrará, de nuevo, en el ciclo mundano de la existencia humana, que es nacer, crecer, joder, fracasar y morirse. –Algunos, más que joder, no hacemos sino ser jodidos, pasarnos los días solos o rabiosos las noches de soledad, con pensamientos que podrían envenenar el mundo. Y si este hombre resulta ser un viejo, un anciano cascado, ello no significa que la muerte sea un drama, porque las personas viejas están demasiado cansadas para tener tragedias nuevas, por ello sus lágrimas son tan fáciles de observar, los viejos lloran constantemente, pero no por nada, sino porque son viejos, es decir, pieles de serpientes que se resisten a dejar de parlotear. Ningún viejo llora por algún motivo tan concreto como una muerte: llora porque gusta de verse llorar –lo que en sí no es nada superficial. Que nadie se confunda, no desdeñamos a los viejos lloricas, sólo explicamos sus lágrimas.


Si los seres humanos fueran capaces de sobrellevar su muerte con cierta dignidad, entonces los padres, en primer lugar, abortarían a sus hijos: el mundo entero estaría así poblado de fantasmas de nonatos (quizá el paraíso se parezca a esto: el reino de los fantasmas nonatos).  Pero los padres, seres egoístas, ignorantes, viles por naturaleza, no nos abortan, sino que además nos educan para que quedemos atados a la vida. Cínicamente podría decirse que esta educación es una venganza, pero eso sólo cínicamente, lo cierto es que apenas tienen motivos para una venganza (si no es la venganza contra la educación que sus padres impusieron sobre ellos, imponiéndonosla ellos ahora), y antes que la maldad pura el hombre debería ser acusado por su estupidez: creen los padres estar haciendo lo que es justo hacer. El problema es que cuando los hijos tenemos la edad suficiente de hacerles cambiar su opinión al respecto de la paternidad es demasiado tarde, y generalmente ¿qué son los hijos, sino proyectos de padres? Los padres no nos conciben, nos arrojan a un ciclón de fracasos y de muerte, y nosotros, en esa estupidez dinámica, arrojamos a otros seres inocentes a la misma condena. Sólo los estériles, en cierto sentido, son afortunados: nunca tendrán el remordimiento de haber condenado a un hijo a la muerte –además, que no sólo estamos condenados a nuestra muerte: además estamos condenados a la muerte de los otros; sobre todo a la muerte de los otros, porque, después de todo, nuestra muerte sólo nos importa en la medida en que aún estamos vivos, lo que también puede decirse de la muerte de los otros, con la diferencia de que uno siempre tiene que asumir alguna muerte antes de irse a por tabaco al cementerio y no volver.


Por supuesto que todo esto es absurdo, que es innecesario escribirlo, además de que cualquier diálogo, o casi cualquier diálogo, es una violación: nunca definimos apropiadamente los términos, y una afirmación, o una palabra, por ejemplo decir la palabra ponderación, o análisis, sin antes haber acordado con el interlocutor lo que queremos decir con ello, es como chupar un helado y metérselo en la boca a otro: esas cosas se preguntan –luego es cierto que, terrenalmente, es imposible definir cada palabra, porque deberíamos definir las palabras de cada definición y no acabaríamos nunca: aceptamos la soledad, el vacío de la incomprensión, por pura pereza pragmática. Pero, si cada diálogo es una violación ¿me violó a mí mismo al escribir? Teniendo en cuenta que el arte, todo arte, es un diálogo del autor consigo mismo, del ser individual que es, con el constructo social que también es, entonces me violó irremediablemente a mí mismo y más me valdría callar para dejar de violarme a mí mismo.


... Pero no me callo. ¿Cómo callar, si me voy a morir? En todo momento no quiero sino conversar sobre la muerte, preguntarle a la gente si saben que se van a morir y cómo se sienten sobre esto. Además, ahora que ha terminado la temporada de fútbol, supongo que se puede debatir con menos desinterés sobre estos temas. Con menos desinterés, desde luego, aunque no con mayor agudeza. En cualquier caso, la conciencia de la muerte, que a algunos acontece hacia los cuarenta, a mí me perturbó por primera vez a los ocho años: apenas podía respirar: era incapaz de asumir que podía irme a dormir y jamás despertar, porque lo que me aterraba no era la muerte como lugar al que ir, sino que ya en aquella edad percibía la muerte como un no-lugar, un no-estado, una no-experiencia, y lo que me causaba temor era precisamente que, si me moría, yo era el único que no se iba a enterar: mis padres recogerían mi cuerpecito infantil a la mañana siguiente, soltarían algunas lágrimas, se tirarían del pelo, me echarían dos toneladas de tierra sobre la cara y se pondría a fornicar para sustituirme. (La muerte me aplastaba, sólo era capaz de imaginar una oscuridad tal que no me dejase ni siquiera pensar...) Quizá sólo mi hermana me echaría de menos: echaría de menos mis palizas y echaría de menos nuestros juegos. Crecería con la conciencia de un hermano muerto, su carácter estaría condenado a la melancolía (mi propia melancolía, casi diría), a los antidepresivos y a la rabia por impotencia. Mi pobre hermana. Incluso vivo, ante esa imagen, no puedo evitar lamentarme, la imagen de mi hermana tomando antidepresivos porque a mí, de pequeño, me dio por morirme. Realmente, no es tan distinto del pensamiento del suicidio: si uno se suicida, teniendo seres queridos, ha de aceptar que los marcará con su muerte en lo más profundo de sus consciencias; pero, en cambio, si no se suicida, será él quien lleve esa marca de su existencia pesada en la consciencia. Suicidarse, entonces, es como marcar el ganado...


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