¿Qué pasa con los cuentos?

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No sé qué hacer con el 99% de las premisas que planteo en mis cuentos, razón por la cual dejo el 99% de los cuentos que pretendo escribir, como si fuera merecedor de este privilegio, el privilegio de escribir cuentos, que sólo habrían de gozar unos pocos seres talentosos, incompletos o, cuando no, simplemente abandonados tras unas pocas líneas. ¿Qué hacer con aquellos cuentos, las creaciones abortadas, los productos abandonados, hijos huérfanos amputados? ¿Estamos perdidos, de raíz, si no podemos siquiera tirar del hilo? ¿Quiénes son más mediocres, a excepción mía, que probablemente sea el ser más mediocre del universo, quienes plantean enormes premisas que no saben cómo corresponder o aquellos que jamás han abandonado un cuento por la razón de que jamás han desarrollado una premisa interesante? Kafka, en sus diarios, se queja del mismo problema: qué hacer con los cuentos que uno no sabe continuar. Henry Miller, en cambio, que jamás debió de escribir un cuento, o al menos uno bueno, se jacta de no haber corregido una línea en su vida. Menudo contraste; a un lado del cuadrilátero, el escuálido, enfermizo y angustiado Kafka; al otro, el potente, enérgico y cínico Miller… El primero, no acaba sus cuentos o pide que todos ardan en su lecho de muerte; el segundo, no corrige una sola línea y va de coño en coño buscando a Dios o a algún fluido que se le parezca. Y Umbral, que se creía capaz de corregir a Góngora. O el astuto Sábato, fingiendo que nunca quiso publicar nada para darse esos patéticos aires de maldito. Pero continuemos, perdonen esta breve digresión: No es pereza, indolencia o dejadez; es más neutral que todo esto: acabar un cuento es más sencillo cuando conoces antes el final que el principio. Si no conoces el principio, pero desconoces cuál será el final, vete preparando: te esperan unas horas de arduo trabajo o la frustración de un nuevo trabajo abandonado. Si la vida no fuera, en sí misma, un trabajo abandonado… Se combate la vida cada vez que se escribe; se combate la escritura cada vez que se vive. Y si no existiera un enorme placer en escribir una gran premisa, como aquel que entra a un banco armado, grita que todo el mundo se esté quieto y después se marcha sin llevarse un miserable céntimo, saludando a los guardias y dejando algo de propina a los empleados, entonces nuestra frustración sería casi auténtica; pero no lo es: cómo me regodeo..., cómo me regodeo cada vez que se me ocurre una gran premisa o desatraco un banco.

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