Oda a mí mismo
Giacomo Leopardi, con quince años, había leído a todos los clásicos, estudiado casi todas las áreas del saber humano de su época, hablaba siete idiomas, había escrito tragedias y ensayos. Giovanni Papini, más de lo mismo, con diecisiete su impulso autodidacta había logrado que lo hubiera leído casi todo, con especial énfasis a los diccionarios y a las enciclopedias, su auténtica obsesión, había compuesto obras, poemas, relatos y empezado varias enciclopedias ambiciosas, como una sobre la historia del pesimismo. Johann Wolfgang von Goethe, al igual que los anteriores, fue un erudito temprano de inteligencia extraordinaria, el hombre, según opiniones intelectuales de la época nada condescendientes, más culto del mundo. Su legado en obras filosóficas, literarias, científicas o poéticas es insuperable. (Los ejemplos de este tipo abundan, no es necesario seguir con ellos).
Y nosotros (este nosotros, se deduce, referido a casi cualquiera que pretenda ser escritor, porque los inútiles abundamos: no es difícil dar en el blanco incluso con un disparo tan impreciso) queremos ser escritores. Una inmundicia artística, monos eufóricos con acné crónico, repugnantes engendros soñadores, ambiciosos desubicados. Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. (Mateo 7:7) La biblia demuestra su falsedad (junto a su inefable idiotez) en este terrible punto concreto. He pedido miserablemente, hasta el ridículo, bajo las lluvias portentosas de la media noche, con la clara luna tibia como culos de fantasmas de testigo, un poco de talento, habilidad, inteligencia... no encontrando más que una extensa lucidez respecto a los pormenores de mi incapacidad. ¿No significa eso que Dios nada da, que todo se lo reserva? La herencia genética explica mucho mejor la gracia que Dios. ¿Existimos antes de nacer? ¿Dios crea nuestra almas bajo nuestros ruegos? Esto sí que no... ¿Por qué Dios falló tanto al suponer que mis intereses quedarían cubiertos? Si existe, Dios es un sádico bromista. ¿Por qué creer en un dios que sólo es un maestro en desaparecer? Si Dios no existe, la ciencia gana. Nosotros, en cambio, indiferentes a este hecho, hemos nacido perdidos; y las batallas metafísicas no nos interesan. Se podría decir, si no sonara a broma, que hemos malnacido. Somos el soniquete inverosímil de la nada.
Si tuviéramos algo de dignidad (la dignidad de los nihilistas se llama amor propio), dejaríamos de escribir aquí mismo, estas serían nuestras últimas palabras, el producto desesperado de nuestra nulidad artística predeterminada. Los auténticos malditos somos nosotros, los desheredados del talento artístico, los tontos, los malos estudiantes, los subnormales sin carisma, los feos insólitos, los perdedores sin remedio, los suicidas frustrados. Pizarnik, Céline, Rimbaud, Artaud, Nerval, Kafka, Lovecraft, Lautréamont... ¡MALDITOS IMPOSTORES!
¡Pero basta, basta, basta de protestas vanas! (¡Oh!, ¿y de qué color era nuestra sangre cuando todavía las profundidades de los océanos no nos murmuran "ven, ven, ven, pruébame, sáciate, compensa el error de tus males con la muerte"?).
Un saludo para mi madre, que me estará leyendo desde casa.