Monólogo de la rutina #3
Escribo esto mientras escucho pasar el camión de la basura por la ventana. La noche es fresca y las nubes se dispersan en el cielo, húmedas y negras como pantanos a la deriva. No quiero saber qué sucederá mañana: el porvenir es un duda llena de cizaña. Sólo sé hablar de mí mismo. ¿Pero quién más existe? El mundo está vacío: me rodean fantasmas incomprensibles, incertidumbres encarnadas, caníbales hipócritas. Mi soledad es un abismo dentro de un televisor: y en la pantalla se reflejan, inocentes, los campamentos ambulantes que son los otros, cómplices de mi paranoia o culpables de mi terror.
La noche avanza, decrépita, persiguiendo un fin cíclico que repudio. Vivir es relamer tu vómito en el suelo. La noche duerme acurrucada entre mis costillas, pero sólo descansa, nunca muere... Exterminar mis noches y mis días, aunque en el camino hacia la nulidad me lleve la de todos los demás. La amargura y el desgane son el vicio de mi desesperación o mi desesperanza, se me podrá acusar de indolente, pero jamás de triunfar sobre mi vanidad.
La luz penetra la pupila. Arde como fósforos en mi cabeza. Sale el sol de entre las nubes y la claridad en las calle barre los huesos de los últimos suicida; en seguida se inundan la calles de alimañas diligentes, carroña vanidosa.
Levantarse cada mañana es un acto de asumida responsabilidad, es decir: pesimismo; pero al dormir: confesamos nuestro más vergonzoso optimismo. Sólo los que no se acuestan, sino que caen rendidos, son auténticos fatalistas. El suicidio, se admita o no, es un estallido de optimismo, el único optimismo lúcido; de todas formas.
Y piso las hojas secas en el suelo, que crujen bajo mis pies como fetos congelados. Una señora se acerca y me pregunta si me encuentro bien. -Me encuentro mejor que bien señora; aplasto el cráneo de mis nietos como si fuesen cigarrillos. Nada es inhumano. Lloro peces de hierro oxidado que bailan su agonía en la acera. Apolo se desangra en lo alto del cielo y esta locura es el producto de mi cordura sin contorno: cuando la consciencia descubre que carece de horizontes se repliega sobre sí misma hasta estrangularse. Estoy solo y sé que cuando muera mis padres no llorarán porque los habré llorado yo mucho antes.
Pero ¿de qué valen las lágrimas de nuestros carceleros? Los que no nos llorarán nunca son nuestros forenses, y tienen razón: ¿qué sentido tiene llorar por un cuerpo, por una carroña, por un detrito? Y sólo somos carroña, detrito, cuerpo. El alma es un trozo de luz sucia extinguiéndose de nuestros ojos desde que nacemos.