Monologo de la rutina #2

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Estaba tan aburrido que miraba por la ventanilla mientras intentaba imaginar algún relato. Siempre que me ponía a improvisar relatos, me ocurrían cosas, podía delirar, vagabundear, correr, viajar, huir... Pero nunca me sucedía nada interesante, importante ni memorable. En cambio, era empezar a pensar y me pasaban cosas. 

Empecé a impacientarme cuando eran las once de la mañana y aún no había sucedido nada. Llevaba imaginando relatos desde las nueve y treinta de la mañana. Miré a mis compañeros de clase bostezando: -¡a esto se han reducido todos mis planes!  y por si fuera poco, aún no había podido transformar ninguno de mis inefables pensamientos en letras. Palabras viscerales que no significan nada. Líneas ingrávidas flotando en la nada, fantasmas, cadáveres de palabras. Puntos suspensivos abriéndose camino hacia el vacío. Mi estómago se encontraba debilitado, adolorido, confuso, como si de las entrañas me florecieran murciélagos. Tenía hambre, sed, estaba solo, me sentía extraño, y me seguía aburriendo. ¿Por qué se aburren los hombres? Los hombres se aburren porque la vida es un funeral larguísimo, un epígrafe de la monotonía, un intermedio mundano entre nieblas. ¿Y a quién le gustan los intermedios? La vida apesta a cadáver, a cementerio y a bolsas de la compra. El espectáculo; la muerte. La vida no es más que un aburrimiento patrocinado por la clase de geografía. Si no conseguía pronto superar el tedio, derrotar el hastío, me iba a lanzar del tercer piso del edificio. 

Decidí prestar atención al profesor. Me senté derecho, con la frente en alto y me esforcé por prestar atención. Hasta que me di cuenta de que todavía estaba intentando escribir algo decente, algo agradable que me hiciera sentir que merece la pena el sufrimiento de todo el día. Pero no conseguí nada; aunque durante unos segundos creo que logré creerme que lo conseguía. Los siguientes quince minutos los pasé mirando una esquina del salón, pero ya sin esperanzas; un ser humano sólo se levanta cuando tiene esperanzas o ganas de ir al baño: yo tenía ganas de ir al baño. 

Estando en el baño me percaté de mi reflejo en el espejo, empecé a mirar mis ojos fijamente unos segundos mientras me preguntaba en silencio: ¿Qué estás haciendo?; cuando me cansé de la pantomima, me acerqué al retrete, sentía como si mi sangre fuese niebla derritiéndose. Yo volaba, efectivamente, pero hacia abajo. Sentía una severa apoplejía. Ahora no sólo estaba aburrido, hambriento, sediento, solo y deprimido, sino que además me había dado una apoplejía. La miseria del planeta no era nada en comparación con mis propios sentimientos; pues la miseria del planeta sólo me interesaría en el caso de que tuviera sentimientos hacia los demás. ¿Por qué deberían preocuparme los otros?   

Eran las once y cuarto cuando estaba de regreso al salón; llevaba toda una eternidad pudriéndome en ese pupitre, no escuchando más que susurros e inundándome en mis propios pensamientos. Intenté revisar mis apuntes de clases anteriores, pero no logré entender nada porque mi mente se esfumaba del papel para sobrevolar ella sola por recónditos abismos de la memoria; concluí que mi única opción consistía en no hacer absolutamente nada. 

Palabras frías, sosas, mis extremidades eran muñones, mis órganos ladrillos. Me sentía lento, pesado, frágil, a punto de romperme en mil pedazos; ¿Y quién se iba a dedicar a juntar los pedazos, si me daba por morir de esa forma? 

Hice lo que había planeado hacer, nada. 

Me asusté un par de veces, confundiendo alucinaciones visuales con arañas, pero acostumbrado a que mi mente me jugase malas pasadas, pude menospreciar mi espanto creciente. 

Sobre las once y cuarenta de la mañana, me alegró descubrirme descansado, con todo un día de posibilidades por delante. Guardé mis cosas. caminé hacia la puerta mientras pensaba en galletas (¿Cuánto tiempo llevaba sin comer? El estómago me rugía) Mientras caminaba hacia las escaleras, me di cuenta que debía pasar a la biblioteca, para una vez, estando ahí, empezar como un autómata a rellenar fichas, luego, esperar hasta la siguiente clase; todo se me hacía insoportablemente aburrido. Y todavía tenía que lidiar con mis pensamientos. Renuncié a la vida, volví a mi casa. 


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