Matarse para no morir

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Introducción

Presentaré el presente ensayo en dos partes: A) la apología del suicidio y B), la descripción de la naturaleza del suicidio basado en los presupuestos de su ensalzamiento, y su vaciedad en virtud de sus mismas cualidades.

A)


Apología del suicidio


Razones para la comprensión cabal de la muerte por mano propia:


1.- Es la expresión más alta de la dignidad.

2.-Es la única posibilidad moral real.

3.-Es la superación de la santidad.

4.-Como posibilidad facilita la persistencia en la vida.


1.- Sentido de supervivencia


El deseo de destruirse a sí y a los demás, como caras de una misma moneda, tiene una raíz única: la adulteración del sentimiento originario por lo religioso, en tanto lo religioso es esencialmente la proyección de nuestros deseos y necesidades hacia fuera de la vida: el hombre religioso auténtico desea su supresión vía éxtasis místico o bien, su muerte para su final arribo a un mundo mejor que el presente.

Convencionalmente, y de ahí el único criterio para concebir objetos como puros o impuros, el sentimiento religioso debe transformar su expectativa ante la muerte al del sentido de la muerte. Este movimiento es el propio de la actividad religiosa, una catálisis de elementos no asimilables a la posibilidad de ser incorporados a nuestro entorno, volviendo con ello a las condiciones adversas a familiares, erradicando la angustia, la desesperación y el temor que la falta de triunfo en el mundo la vida nos proporcionó.

Cuando la religión ha sido superada de cierta manera, cuando ya no hay respuestas en ella y la insatisfacción hacia tales prácticas devienen en una percepción hacia sus formas como liturgias culturales, el vacío invade y cala los cimientos de la razón de existir. (Es importante aclarar que esto es, en cierta forma, invisible a nuestros ojos, no ocurre como un suceso inmediato a nuestra percepción, sino que acontece bajo la hidra de una conspiración secreta de nuestras entrañas, sobreviniendo, repentinamente, como por un colapso gestado, en apariencia, desde siempre.) Este movimiento es esencialmente la descripción de los momentos de decadencia humana, coincidiendo consciencia o lucidez con el crepúsculo de los ídolos, con los sepelios de dioses. Este acto, es, evidentemente antinatural, pues aún la cultura como continuidad de la naturaleza en tanto adjetiviza o significa lo que estaba en términos oscuros, de alguna manera hace sobrevivir la savia que le dota de realidad vital. Así, tenemos el claro ejemplo de la historia como significación del mito y a la ciencia como la nueva religión humana, pues, finalmente, obedecen a necesidades de creación, de razón de ser en las que sus presupuestos de legitimidad nada tienen que ver con su eficacia: igual nos ayudan a sobrellevar la existencia, pesada y áspera.

Principalmente la forma en la que se manifiesta la desesperación es a través del deseo de matar aquello que nos afrenta. Pero ese acto, por paradójico que parezca, es originariamente una respuesta de la misma vida para poder preservarse. Esta cruda rudeza de la razón de ser del juicio, no tiene nada que ver con las construcciones epistemológicas a las que nos tienen acostumbrados los académicos, pues es demasiado directo el hecho que se inventa la metafísica, a la filosofía, por la necesidad inminente de diferenciarnos de todo aquello que nos hace peligrar: ante el enemigo que abre sus fauces no hay mucha imparcialidad que oponerle ni mucha propedéutica que administrarle, se trata de un asunto de vida o muerte. Vivir es consentir una esencia, una sustancia, una verdad: es, identificarnos con nosotros mismos, elegir lo que conviene a nuestro ser.

El suicidio es el contrasentido teórico-práctico más patente que existe: si de forma natural atacamos aquello que nos vulnera, nos pone en peligro e intenta matarnos, ¿cómo se puede hacer uso de ese instrumento contra aquel presupuesto que lo funda? Es como si nos matáramos para no morir.

El mismo pensamiento nihilista es la manifestación de esa forma sutil y elegante del espíritu por expresar esa aparente incongruencia: nos matamos para no ser muertos por todo aquello que nos niega, dejando a salvo nuestra existencia de la contaminación de la injusticia cósmica. Ésta, la injusticia, es una forma de muerte. Todo lo definitivo es una forma de muerte, en realidad, pero para no hacerlo confuso, diremos que el límite del concepto de muerte se haya en todo aquello que pretende aniquilar la esencia del individuo. Esta esencia incluye a la libertad, razón por la cual, se salva la existencia individual al sobreponerla a la muerte social, a la consuetudinaria espera de la muerte. El suicida contrapone a la muerte biológica, la no aceptación de la muerte espiritual: seguir con vida es semejante a perder la batalla con una muerte de mayor envergadura, es, como dicen, morirse en vida. Vale más un muerto enteramente muerto que un vivo medio vivo.

Con el suicidio se expresa: “antes que morir, prefiero matarme: dejadme decidir sobre ello, la única libertad posible que se merece mi dignidad herida. Moriré, no hay duda, pero lo haré por mi propia mano y a sí salvaré lo poco de vergüenza que en mí hay, pues así frustraré los planes del Dios infame que tramó este mundo”.

Ahondando más aún: no existe suicidio que no sea honorable. Lo mismo que el odio a uno mismo, nos matamos porque no creemos a la vida digna de nuestro ser. El suicida señala con ese gesto indescriptible: “no merezco esto, nada me puede indemnizar lo arrebatado porque yo no tengo, ni aquello tiene precio, ¿para qué seguir viviendo?”.


2.- La muerte por mano propia como expresión moral


Por otro lado, el que se mata aún expresa la tendencia natural hacia lo moral: la muerte le es un valor por el cual optar. Por eso, desde el punto de vista moral, el suicidio es interesante, y manifiesta un contrasentido más que agregarle a parte del ya apuntado del instinto natural de supervivencia. Al contrario del nihilista, o del hombre feliz (son la misma cosa, diferenciados únicamente por una sutileza de la materia), el suicida no está ni resignado ni satisfecho, como correspondientemente asumen los señalados con anterioridad, sino que se trata de un ser impetuoso que fue incapaz de la humillación se aceptar las cosas que nunca pudo alcanzar o conformarse con las que obtuvo.


Se podría pensar que el suicida a perdido su capacidad para otorgarle valor a las cosas, que es un gran indiferente, alguien que ha perdido por completo la capacidad de sentir y amar cosa alguna, pero no es así: en realidad éste último es el nuevo hombre, el de la generación futura que se aproxima a esta hora del devenir de la humanidad: vacío, sin razones para lo cual optar por la muerte o la vida. Los grandes indiferentes todavía deambulan entre nosotros, son los “hallow man”, los Mersault, los que matan y mueren por la misma razón por la cual comen o no comen.

El suicida es la manifestación de una moral recuperada: no teniendo alternativa en este mundo, se levanta sobre sus posibilidades y abandona su papel que le tocó desempeñar, se sale del escenario, confronta al guionista cósmico de su vida, elige el valor de la renuncia. De idéntica forma como el personaje de Niebla de Unamuno.

3.- El suicida como responsable de su vida y de su muerte

Morir en el suicidio es afrontar las consecuencias de haber muerto. Cuando no se muere así, podemos finalmente excusarnos señalando que no fue nuestra intención abandonar la vida. Es como si le dijéramos a Dios, que nos juzgara en el cielo, que fuimos malos porque no nos dio tiempo suficiente para demostrar otra cosa. No se vive lo suficiente para llegar a sabio, por eso la longevidad y la sabiduría son términos que en la cultura general han sido identificados. Como dice García Márquez: la sabiduría llega cuando ya no sirve para nada. Esto último desde luego, no es cierto, pues una de las virtudes de la juventud es la insensatez. Sería más amargo haber nacido sabio, un viejo prematuro que no puede ser víctima de sus hormonas. Recordemos a Borges. El suicida, se responsabiliza por entero de lo vivido y de lo no vivido; afrontación doble que hace palidecer a cualquier santo. De lo vivido en tanto no permite que algo del mundo lo contradiga al grado de permitirse el postramiento ante ese grado subyugante; de su muerte, porque él ha decidido cuándo y cómo, sin que un término foráneo lo enclaustre una vez más al confín de la imposibilidad de realización ética.

Por eso, quien señale realización plena, miente: o se ha sometido a sus condicionantes humanos sin darse cuenta, o habiéndose dado cuenta de ello, ha claudicado su aspiración gloriosa. Ningún alma tiende a la mediocridad de manera natural, es el espíritu el que nos inclina la cerviz.

El suicida no participa de esa artificialidad cultural, no se aísla en la estructura y sistema del entorno, no se adapta, no renuncia a sí mismo ni a su aspiración, es un alma que ha dimitido la fuerza del espíritu, la domesticación en la espuela de la prudencia y los principios sociales que rigen el andar de los hombres.

Ante ese espíritu de rebeldía, se obra por pudor a nuestro sistema de valores y lo calificamos como hereje, aunque en el fondo, nos produce admiración.

Nada mejor para expresar dicho triunfo del espíritu que la famosa parábola hegeliana del amo y el esclavo. Suicidarse es dar prueba inminente del poder de la libertad sobre el de la vida, es, al fin y al cabo, tirar a la letrina la filosofía de Nietzsche, de Ortega o de cualquiera de los vástagos históricos del primero: Vivir no puede ser el fin de la vida, cosa nimia comparada con nuestra aspiración a la gloria.

B)


El suicidio como recurso

4.- Al margen de la vida y de la muerte


La tensión continua en la que se sujeta nuestra alma a diario, da cuenta del terrible sentimiento de la insuficiencia de la vida, de su paradójica belleza y de su caótica presencia que nos lacera y nos lanza. Curiosamente, el hombre, si aspira a algo posible, tal no lo puede hallar en el futuro, ese espejismo en el que nos hemos reinventado para poder continuar. No: la posibilidad se haya en el destino y en la asunción de elementos irracionales, esos que definen a los pueblos y laceran nuestra egoísta individualidad. No es la libertad la que triunfa en el suicidio, al menos no de segunda vista, pues los humores, los tormentos biológicos o las limitaciones espirituales son las que en realidad definen ese momento de desesperación final, de impotencia absoluta o racionalización acabada: somos victimas de la tragedia, de un alma inmensa que nos posee y que nos sujeta a su sino.

¿Qué es la individualidad, luego entonces? ¿Cómo podemos sostener algo así como el existencialismo cuando todos sus presupuestos parten de una dignidad en el ser humano dudosa, sujeta a más fe que la que se le profesa a Dios? Con la muerte por mano propia creemos vindicar la postura del hombre libre frente al mundo que pretende someterlo. Pero quien triunfa, una vez más, son las fuerzas que definen nuestra sustancia y la contrasustancia a la que se opone.

Aún el suicidio, como medida moral que es, es un paso atrás del arribo al paraíso. La quietud no puede tener por antesala la tormenta de un arrebato biológico, ni esta puede conducir conceptualmente a una enseñanza vital: la filosofía y la ciencia son inútiles para la vida, no existe relación alguna entre las razones aceptables para un suicidio y las motivaciones que nos empujan a matarnos. Intransmisible, caprichosa, adjetivos adquiridos desde la superación del suicidio, éste es ahogo inminente, caída estrepitosa sin luz racional alguna, sin vestigio de instinto de supervivencia, de clarificación lógica. Este contrainstinto da la impresión de individualidad, pero ello es falso: naciones enteras son suicidas, y existen en algunas culturas la aceptación de ella como institución fundante de un prestigio social. Nos matamos por debilidad, sin duda; manifestación de un desequilibrio que nos vuelve elegidos de una fragilidad que al mundo le faltó por criar. Un suicida es quien nos recuerda el desequilibrio eminente de la naturaleza: a cada época surge un ser sensible al extremo, en quien, receptáculo de todas las calamidades del cosmos, Dios deposita todas sus ignominias para así salvar al hombre de la desgracia de sentir de verdad.

Vivir presa de los colores, las mariposas y el pasto, la mar y el viento, la lluvia y el fuego, de la oscuridad y la carroña, la podredumbre, la sequía y el frío que entumece, el olvido y la muerte, con la suprema condición de su significación absoluta, sin duda nos debe llevar a concebir la idea de un mundo monstruoso, infernal, insoportable.

La consecuencia de ello sería la imposibilidad de conciliar el sueño, o de ejecutar algo tan simple como respirar o caminar. Algo así como al Funes el memorioso de Borges nos acontecería con el mundo: ¿cómo vivir cuando la realidad parece devorarte, y el sueño parece ser la más vívida de las realidades? Esa amplificación de los sentidos, podría ser la auténtica realidad, el estado normal del tacto de nuestro sistema nervioso y que hemos atrofiado por el uso y adquisición de las ideas. Un infante, aún inconsciente, posee dispositivos biológicos que no le permiten descubrir la omnipresente realidad que lo circunda, esa, como diría Jaspers, presencia envolvente, fantástica y demencial. Lo que efectúa el adulto para consentir en esa adormidera, suerte de prolongación cultural de la inconsciencia infantil, es la asunción de responsabilidades dogmáticas tales como el trabajo, la política o la religión. El adolescente es testigo de esa cruda transmisión de anestesia que implica hacerse “adulto”. Los que no logran cruzar ese puente, ese río bestial, alumbramiento de la consciencia y adopción de un entumecimiento de la misma, se quedan en la antihistoria, en el momento de suspense existencial: intervalo de la realidad que revela el fondo de la vida misma, una cavidad sin fondo, un aire puro sin luz ni oscuridad.

En realidad, es ese momento el que retorna comúnmente cuando las fortalezas que la cultura ha edificado se tambalean y hacen estragos. Toda gran crisis en el hombre no es más que un desnudar el sin sentido que domina la tierra y la terrible innecesidad de la vida en su totalidad. 

El suicida representa el choque de esos dos valores, los cuales, incapaces de determinar el rumbo a seguir, se declaran en quiebra y asumen un disparate espiritual: la renuncia. Nadie mejor para hablarnos de la fuerza de la cultura que el que se mata en virtud de no haber podido conseguir su ideal de vida. El espíritu vive de esas formas de vitalidad, de espejismos, de irrealidades que lo devoran en un contrasentido patente. El santo, el mártir, el héroe, capaces de morir por lo que aman, poseen la misma savia nihilista, en el sentido nietzscheano, que el suicida posee: quien ha defendido su proyecto de vida a pesar de la absoluta mano fría que le ha arrebatado su sentido de existencia, es un gran romántico. La muerte, postergada por la realización de un sueño redentor, ya no va a ser la misma después de haber sido invocada urgentemente, cosa insólita, desde el amor que a la vida misma se le profiere. Ese amor, no correspondido, no queda más que como una dignidad herida, la única sustancia que hace al hombre amable y salvable. Matarse así, es no permitir que la muerte triunfe: la muerte simbólica de un mundo que quiso minimizar el gran amor que le ofrendábamos. Hacemos lo que Espartaco no se atrevió a hacerle a Roma: destruimos nuestro propio imperio el cual nos dio de beber y comer, a la manera en la que Sócrates niega la huida de la cicuta, para reivindicar la presencia inminente del hombre libre.

Los demás, los que sobrevivimos a nuestro suicidio no somos más que ciudadanos humillados.

Pero la gloria del suicidio, su liberación, su decreto de dignidad, no es más que un espejismo, un sueño romántico que la misma cultura se encarga de elevar.


5.- Samsara: superación de espíritu y naturaleza.


¿Cuál es la ambición más demente que jamás se le ocurrió al hombre?: Conseguir dejar de desear. Con estas palabras celebres Nietzsche termina su más allá del bien y el mal: “El hombre antes que no desear, prefiere desear la nada”. Para llegar al Nirvana fue necesario haber deseado la nada, conseguir por todos los medios posibles, la acción y la inacción, arribar a ese lugar de nulidad absoluta. Por eso se trata, finalmente, de una religión, la más pura si se quiere, pero que finalmente nos propone un itinerario espiritual irrealizable: ser idénticos a nosotros mismos, en plena conformidad con nuestra esencia.

Abolidos los términos de la línea del tiempo, suprimido Dios, el objeto por antonomasia del deseo, sólo nos queda sumirnos en el limbo de la contemplación absoluta.

Este estado, ajeno por completo a la idea de juicio, transcurre no desprovisto de tiempo sino de sentido en el tiempo. La carga, peso y gravedad que le imprimían las metafísicas sutiles del devenir, se han esfumado aunque, por sí, conlleva a las existencias que lo ejercitan en una realización plena que es necesario huir de querer desentrañarla: la acción del juego y la espontaneidad. La memoria no es el anclaje de la esencia ya que el tiempo devora lo ya sido, sino la temperancia, la actitud primordial que planta un estado absoluto, permanente, extendido sobre los tres momentos en que conceptualmente nos presentan a la duración. Esa presencia, edén posible, es la vaciedad de los valores, la decadencia de la especie, el declinar de la vida: irracional e insensata, sobrevive merced a la poca fuerza de la razón, la que, una vez que el espíritu llega a la cumbre de su energía, conquista la vitalidad y la torna anémica, amanerada, apática, fría y desolada. Tal es la definición de la nulidad del ser, su trasfondo, la auténtica patria de lo verdadero.

Lo contrario a lo verdadero es la falsedad del ímpetu sanguíneo, la humorada, la melancolía cercana al paroxismo; así las plétoras confeccionan su propio reino de Verdad, la dogmática, la que todavía nos impulsa a la blasfemia, suscribiéndola o condenándola. El suicidio forma parte inminente de ese movimiento del espíritu: se aúna a la fuerza del cismático y el inquisidor, con el singular hecho de que son éstos los que coinciden en el mismo cuerpo del suicida.

Si existe un paso superior al del suicidio, es la muerte de todas las fuerzas diversificadas en la vida. Recordemos que el suicida muere por una idea de vida. Pero si toda idea de vida o de no vida terminan por revelarse muertas, ¿qué ímpetu nos puede arrojar a la muerte por mano propia?

Todos los ejemplos de suicidios son románticos: Desde Sócrates hasta el Werther, de Weininger a Weil, de Judas a Van Gogh; o mejor aún: todo suicidio es una forma de romanticismo, quizás, el romanticismo más acabado, más puro. El anarquista se queda pálido ante ese grito de libertad, ante esa desgarradura sublime. Los comunistas, versión caricaturesca del anarquista, ni siquiera alcanzan a comprender el hecho y la tachan como acto religioso. Y ésta, absurda a más no poder, la anatemiza sin percatarse que se trata de una primahermana que hay que tratar con benevolencia de santo.

¿Para qué morir por no poder creer cuando se puede seguir viviendo convencido de la innecesidad de creer? La fe, el amor y la esperanza se ejercitan sobre objetos de dudosa presencia, al contrario de Kierkegaard, ¿para qué proferir que el amor es más digno en la medida de sus sin razones, cuando es nuestra suprema necesidad la que nos engaña? A la fe auténtica, es decir, sobrenatural, le es indiferente la evidencia. La fe se fortalece en la duda en lugar que en las certezas, paradoja humillante para nuestra diosa razón, y prueba incólume de la insensatez de todo lo religioso. Ese corazón de la vida, estúpido, nos seduce al extremo de negarlo todo por él, como un capricho metafísico ensañado en su éxtasis…es que el interés del cuerpo, su motivación temblorosa, no obedece a nada argumental, evangélico o provisto de sentido…tamaña enormidad es ignorada multitud de veces, y da origen a disputas interminables en la historia de los hechos y de las ideas.


6.- Epílogo


Es imposible no vislumbrar en un panorama de afirmación, la alternativa que significa el suicidio. No es posible, ni ontológica ni metafísicamente hablando, evadir la posibilidad del recurso en él. Es decir, el suicidio es finalmente una elección, que posiciona a la renuncia como una expresión moral o religiosa que rebasa las condicionantes del tiempo y el espacio; suprimirse es suprimir al mundo, su orden, sus leyes, y eliminar, sobre todo, la posibilidad humana: negarle el futuro, merecerle a Dios el juicio eterno por su impertinencia creadora, es, al fin y al cabo, una suerte de apoteosis inversa, pero finalmente, una forma de elevación.

Esta idea, en lo personal, me vuelve hacia la repugnancia de recomendar el suicidio: otros a quienes admiro lo hicieron, pero yo lo desdeño por las razones ya apuntadas; son precisamente sus virtudes las que tornan a la muerte por mano propia una acción pretenciosa y megalómana: quien se mata nos mata a todos, a la manera en la que el catolicismo arremete contra él, porque esta vida, afirmo, no puede ni siquiera ser salvada de esa manera, porque es imposible su condena en la renuncia. No hay eficacia en la muerte como no la hay en la vida. La nada es indiferente a la presencia de la vida o a su ausencia; igual le exasperan los que matan que los que se dejan matar, es decir, asume la imposibilidad de vislumbrar algo como relevante. Es esto lo que significa el hecho irrebatible de que, quien no tiene porqué vivir tampoco debe tenerlo para morir.

¿Para que pretender darle devenir a lo negativo, asumir el acto, trascender la escoria que nos supera? El suicidio trátese de un berrinche metafísico, de una participación en la esencia del dios destructor, ídolo no menos vituperable que el que tramó la existencia. ¿Por qué no hermanarnos con el cinismo, el descaro del hombre clarividente que le parece irrisoria la rabieta cósmica? ¿Porqué no mejor reconocer sin tapujos la necesidad terrenal que nos hace gozar de aquello que desdeñamos? Si existe forma de cohesión social y política, se haya en el reconocimiento de que, en momentos de angelicanismo idiota, nos proponemos empresas irrealizables que solamente humillan al sentido común. Ser simple como un ave, ¿y porqué no? Si todavía nos quedan ganas de apostar los calzoncillos en vez de retirarnos del juego: nunca se sufre lo suficiente, ni nunca procede la autoinmolación por un deseo puro sin mancha de egolatría humana. Somos erostratos que nos autoincendiamos. No es descabellada la versión aquella de que el verdadero héroe del cristianismo es Judas y no Jesucristo. Renunciar a la vida por no creerse digno de ella, es suprema modestia, la modestia más pretenciosa que existe: acto que oculta la soberana canallada de dejarlo todo por sernos afrenta a nuestra estirpe y decencia ¿cómo seguir en un mundo demoniaco? 

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