Los fantasiosos

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Los fantasiosos, dicta la lógica, rara vez se suicidan. Pues, en tanto que pensar es entristecerse (como dice Deleuze, la filosofía sirve para entristecerse: «Cuando alguien pregunta para qué sirve la filosofía, la respuesta debe ser agresiva ya que la pregunta se tiene por irónica y mordaz. La filosofía no sirve ni al Estado ni a la Iglesia, que tienen otras preocupaciones. No sirve a ningún poder establecido. La filosofía sirve para entristecer . Una filosofía que no entristece o no contraría a nadie no es una filosofía. Sirve para detestar la estupidez, hace de la estupidez una cosa vergonzosa») buscamos la huida rápida de la tragedia del pensamiento en nuestra capacidad de abstraernos, de fantasear; así pues, uno fantasea como método de fuga de su realidad inmediata: sobrevuela el mundo, sus dramas, las condiciones de su propia existencia, se sujeta en una realidad paralela; no quizá, obviamente, en ese momento, porque en ese momento se está fantaseando, de modo que no tiene nada de que huir (aunque a menudo también suceda que nuestras fantasías sean sórdidas, y persigamos en ellas, más que la huida, la expresión de una pasión sadomasoquista que no acertamos a comprender: nos murmuramos las penas, hasta que las penas nos ahogan y hasta que, sumergidos en la muerte, nos deshacemos de ella lamentándonos de nuestras terribles ocurrencias), sino en su presente más amplio, su situación emocional a lo largo de los días, su pútrido porvenir sin felicidad. 

El problema de las fantasías, entonces, estriba en que, si no son una afirmación de la vida, sí son un aferrarse a la vida, al futuro, de modo que por ello decíamos (aunque carecemos de datos empíricos que lo corroboren) que los fantasiosos (los soñadores, los evadidos, los patológicamente fantasiosos o, como psiquiátricamente se denomina, los individuos propensos a la ensoñación excesiva) rara vez se suicidan: en la posibilidad de sus fantasías entreven una ridícula esperanza, que si no se creen, al menos tampoco rechazan con total incredulidad. No se trata aquí solamente de vivir para soñar, sino más bien de continuar viviendo a la expectativa de que algún sueño se convierta en realidad. Soñar despierto, como decía Mishima, no es un ejercicio intelectual: es precisamente la huida del intelectualismo.


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