Lo sagrado y lo grotesco
Experimento, con frecuencia, la conciencia de lo grotesco: lo grotesco derramándose por las paredes, como lágrimas sucias y viscosas, arrastrándose por el suelo, como un insecto paralítico, bebiendo la sangre del tiempo, como si todo fuese un atentado de sarcasmo, humillando la dignidad de nuestros sacramentos. Este sentimiento de lo grotesco es, para mí, en primer lugar, la noción de que no existe ni en el mundo ni en el hombre nada sagrado: lo grotesco es lo contrario a lo sagrado, como una carcajada en un funeral; es, justamente, lo cotidiano miserable violando la epifanía de lo sublime. Es como si toda ley en el mundo material se desmoronase, dejase de funcionar, y floreciese en el instante un manantial de milagros podridos, de detalles, casualidades, accidentes, todos ellos grotescos; y luego, tras un lapso de tiempo, se derrumbase por fin el milagro para poner de nuevo nuestra conciencia sobre la tenue realidad que conocemos. Lo que explica en este punto lo grotesco es, tal vez, la farsa. Todo es una farsa, pero sólo en la muerte de un ser querido adquirimos la sutileza intelectual necesaria para comprenderlo. Es allí dónde los papeles se descubren, se perciben las malas intenciones, los pobres efectos especiales, las miserias del decorado, los vacíos insostenibles del guión... Descubres los reflejos de los hilos que nos mueven. Lo grotesco es, en sí, un sentimiento descarado de irrealidad donde todo parece indigno, lento, caricatura: donde está la farándula no puede estar Dios. Y, puesto que todo en la existencia es grotesco, el sentimiento de lo grotesco no es otra cosa que una agilidad mental exacerbada por el dolor, un embelesamiento sórdido, un sueño lúcido que puede ser tanto motivo de éxtasis como de horror.