Llamada por el telefonillo
Manuel Aguado Marín estaba durmiendo cuando sonó el timbre de su apartamento. Se despertó alterado, preguntándose quién podía ser a esa hora, las cuatro de la mañana. La noche era fresca, brumosa, pero apacible. Manuel dormía solo con su gata, una gata negra, vieja y obesa llamada Alma, que descansaba siempre a los pies de su cama. El timbre sonó de nuevo, no podía simplemente dejarlo pasar. Podía haber ocurrido algo, una desgracia. Su mujer Victoria Valencia, que trabajaba como mesera en un bar, tenía que haber llegado ya en su carro como hacía siempre. ¿Y si había tenido un accidente mientras conducía? No podía ir hasta su trabajo, así que era imposible corroborarlo. El timbre sonó otra vez. Manuel se puso las sandalias y también sus anteojos, que estaban en la mesita de noche junto al vaso todavía con un poco de leche, se ajustó la bata, se limpió los ojos y caminó hacia el comunicador. Su madre María Martínez, de ochenta y seis años, estaba enferma en el hospital. ¿Y si había empeorado su estado? ¿Y si, peor aún, había muerto? Manuel temía, más que nada en el mundo, que abajo en el portal, estuviese la policía, esperando notificarle el fallecimiento de su madre. También podría ser su hija, Amanda Aguado, embarazada de seis meses, que podría haber dado a luz prematuramente a su bebé. ¿Estaría bien el bebé? Bajo el hechizo doloroso de estos pensamientos, apresuró su paso por el pasillo hasta la puerta de entrada donde descansa el intercomunicador. Descolgó.
- ¿Sí? ¿Quién es?
- Perdone, Señor, ¿Me podría decir usted qué hora es?
- ¿La hora?
- Sí, sí, necesito saber qué hora es.
- Son las cuatro y ocho minutos.
- Muchas gracias. ¡Adiós! Y buenas noches.
- ¿Eh...? Sí, sí, adiós. Buenas noches.
Ja, ja, ja, ¡brillante desenlace!