Las pollinas
Hubo una temporada, después de un golpe muy fuerte en la cabeza que me di con un martillo para tratar de borrar no sé qué recuerdo doloroso, en que logré conectarme telepáticamente con las polillas de mi armario; entendía perfectamente su idioma y nuestra relación era grata y cordial casi todo el tiempo.
El problema es que sólo me hablaban de cosas terriblemente mediocres y aburridas, como el sabor de mis camisas, el olor de un jersey húmedo que se ha doblado antes de secar completamente, los inconvenientes para la natalidad de las polillas que representa un simple ambientador de pino o el proceso de descomposición de un cadáver colgado al lado de ese ambientador. En fin, ¡nada que yo no supiera ya!
Así, en cuanto tuve la oportunidad, y verdaderamente agotado de aquellas charlas banales, me arrodillé ante el armario, dejé mi cabeza entre sus puertas, me despedí de las polillas y de mi hermano y me golpeé en las sientes unas cincuenta veces, hasta perder el conocimiento y sumirme en un magnífico sueño celeste. Al despertarme, todo parecía estar bien: ya no estaba en mi casa, sino encerrado en algún sitio, y comiéndome mi ropa.