La rata y el gusano

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Había una vez una rata y un gusano que se encontraron en medio de una disputa por los restos de un cadáver. El gusano había llegado primero, pero, no obstante, la rata tenía mejores argumentos. 

—Tú, gusano, siempre arrastrándote por los humedales infectos, baboso, resentido, que cuando tienes miedo te encoges sobre ti mismo como un cobarde y cuyas heces se confunden con su progenie, en la carne abierta y desangrada que envenenas... ¿No crees, gusano, que habrías de permitirme comer a mí primero, hasta saciarme, antes que tus dentelladas corrompan el cadáver? ¿No es lógico, gusano, el que una rata, que necesita millones de veces más nutrientes que un gusano, pues su apetito es infinitamente superior al de éste, se alimente primero del novedoso despojo, caído quién sabe de qué cielo para saciar nuestra sed y nuestra hambre? Después, con las sobras, ¿no es de suponer, que puedas tú alimentarte por tres o cuatro generaciones, quizá cinco si mueren todos jóvenes? Los dos, créeme gusano, podremos comer hasta el hartazgo; es más, observa lo que afirmo, sin duda ni remordimiento: incluso tras mis bocados, bocados que colmen mi apetito y satisfagan mi paladar, podréis tú y tu familia prosperar en la podredumbre cavernosa de este despojo. ¿No te parece, gusano. que tengo razón y que tú nada pierdes por tener paciencia y esperar a que mi estómago se haya llenado? ¡Sé piadoso, gusano! Pues bien sé que, aunque persigues abominable la putrefacción, que multiplicas como plaga horrenda, en el fondo eres criatura comprensible; y si no comprensible, temerosa. ¡Te ordeno, pues, gusano, que te alejes de estos despojos y condescinendas mis deseos! ¡O de lo contrario...!

Pero el gusano, que hacía tiempo que no escuchaba nada no tenía el menor interés en participar en una conversación que por lo demás, pues su inteligencia era, al igual que su apetito y como bien había señalado la astuta rata, infinitamente inferior a la de ésta, de manera que nada podía comprender ni ninguna orden podía conceder; había comenzado ya a trepar por el vientre grisáceo de la rata, torpemente, para introducirse en su garganta, defecar en su tráquea, engendrar en sus pulmones y devorar sus vísceras. La rata, cuando se dio cuenta de que monologaba al vacío, y sin comprender el terrible mal que corrompía sus sangre y que pronto lo asemejaría a la carne en que ahora hundía sanguinaria su hocico, se sonrío y dijo: «oh, Dios mío, qué agradecido debo estarte, que no sólo me premias con el don de la elocuencia sino que además me beneficias con estos incomprensibles sustentos que, en el fondo, no sé siquiera si merezco; o que si merezco no tendré vida para agradecer lo suficiente».



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