La llegada de Vorj

Recuerdo el primer relato que leí de Monsieur le Vorj, cuando apenas nos conocíamos y, mientras fingía querer ser mi amigo, trataba de robarme a mi novia: treinta y ocho páginas de puros insultos a sus compañeros de residencia. El esquema era simple: introducción de su llegada a la ciudad, examen de sus problemas sentimentales y económicos, breve descripción conjunta de su cuarto, de las calles y sus compañeros de residencia, para luego ir uno por uno insultándoles, agrediéndoles, criticando y derrumbando todo lo que ellos eran, hasta en el menor de sus matices, todo aquello en lo que creían, denunciando como una bestia caníbal todas sus faltas, hipocresías y vanidades. Recuerdo perfectamente el capítulo dedicado a un barbas, a un caraqueño pretencioso al que durante cinco páginas le refutó un argumento clasista sobre los bedeles. Y recuerdo también otras cuatro o cinco páginas criticando el modo en que sus compañeros de residencia ponían la lavadora. ¿Hace falta extenderse cinco páginas para criticar cómo alguien pone la lavadora? Pues, sí, sin duda, al menos si usted es un psicótico... Ahora, siete años después, me pregunto: ¿existirá un relato de otras 38 páginas insultándome a mí? ¿criticando mi nihilismo, mi sobretodo de doble botonadura en tejido indefinido, a mis escritores preferidos, a Cioran, Pessoa, Chejov o Dostoievski, criticando mis macarrones con queso, mi ridícula incapacidad para tolerar el alcohol como un hombre, mi cinismo moderado, mi obsesión por el suicidio, la muerte y el anime...? No, no lo temo, pero me gustaría saber lo que le espera a mi memoria cuando me muera: quiero saber si puedo morirme cuanto antes o tengo que esperar a que se muera él primero para destruir ese relato.

(Al final no me robó a mi novia. Me la robó un tipo muy feo, un engendro aborrecible, un majadero sin estilo. Un mediocre, un espanto de persona, un cerdo miserable. Maldita sea, yo no quería recordar eso).