La creación como crecimiento

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Los escritores jóvenes, o la gran mayoría, les ocurre lo que a otros artistas en otros géneros, en particular en la música: al carecer de cultura suficiente (por más devoradores de acetatos o libros que hayan sido), terminan por repetir esquemas o tonos enteros que a un conocedor ya hasta le aburren. El resultado es una especie de plagio inédito, de pan con lo mismo de ínfima calidad que morirá abortado. Carecerá de futuro, pero, sobre todo y más que nada, de influencia en la cultura en el devenir de los siglos.

Es una paradoja puesto que sólo tienen ganas de publicar o de alcanzar el prestigio de publicar, los jóvenes, por lo común, carentes de toda profundidad. Sólo los genios se salvan de ello y pueden, al menos con algún suicidio, salvar la insidiosa ingenuidad de ser escritor. Ha pasado que las primeras publicaciones sólo sirven como degustación. Que ya luego viene lo serio, lo real, el platillo principal, siguiendo con la metáfora sospechosa. Muchos autores reniegan de sus primogénitos como a bastardos. Y sin embargo, es ilustrativo percibir qué tanto ya estaban ellos todos ahí, incoados, en potencia. Tal es el caso de Dostoievsky, que después de la experiencia siberiana será casi por completo otro. Si hay alguien que contraviene la idea de que el destino es nuestro temperamento, ese es el escritor ruso. Una toma de consciencia como ninguna otra se obró, arrebatándole a su destino la fuerza de su inercia: la insustancialidad del ser humano y lo sospechosa de toda forma de salvación. Esto es superlativo si observamos que proviene de quien solía ser un romántico revolucionario, un creyente en el porvenir humanitario.

Esa transfiguración ha tenido muchas interpretaciones, incluso la que lo convierte en mártir cristiano. Pero nada de eso; sólo una lectura desatenta nos impedirá ver que Dostoievsky siempre se está burlando de sus lectores, lo que lo torna escurridizo, y sólo legible a los desahuciados y nihilistas. Pero ese es otro tema.

Lo que importa aquí es hacer ver que, incluso el autor más profundo que ha dado la humanidad, tuvo que emprender su odisea de lo vulgar, de la simplonada, lo bonito y lo socialmente aceptable. Era hijo aún de la literatura clásica, de Pushkin y Gogol, etc. No podía, para poder vivir de su pluma, dejar de vérselas con temas tradicionales, desde enfoques convencionales. Pero el paso y repaso, dominio hasta la saciedad de esos aspectos técnicos le ayudó a adquirir una maestría inusitada en la creación de personajes y de circunstancias como nunca se ha vuelto a ver en la literatura. Desde luego el tipo de literatura en la que se desarrolló Dostoievsky ya terminó, y ya nunca más se podrá regresar a ella.

En pintura ese recorrido es mucho más claro, casi pueril de poder entenderlo, con todo y Van Gogh (ese insólito aficionado), quien como Bach y Rimbaud, es uno, desde el principio hasta el final (Nótese como el primero es el summum, en este caso del barroco, y como el segundo, el pionero de la poesía moderna). Pero el caso de la literatura es un campo aún intermedio, pues en el dominio en el que menos visible resulta es en la música: un buen músico suele no conocer limitantes técnicos cuando su imaginación está desatada. De hecho, pese a los muchos conocimientos teóricos que adquiera después, él mismo se seguirá maravillando que haya hecho composiciones juveniles tan acabadas. Sólo acertará a decir: «yo no creé este engendro, me vino de un sueño, sólo fui un instrumento para que viniese a la vida». Como Napoleón en Santa Helena, que no sabía nada en su última batalla que no supiera desde la primera, Bach carece por completo de evolución real: todo él es unitario, monolítico. Es como si el músico estuviese más cercano al espíritu del héroe deportivo que en un destello de pocos años conoce su plenitud. Precisamente, la música, ese arte tan aéreo, gran parte de su nobleza proviene de la total ausencia de necesidad de conocimientos teóricos para poder darle su mágico esplendor. Eso también explica por qué hay mucho resentido que se venga del creador puro sacando a relucir en la crítica los aspectos menos briosos de su técnica o formalidad. En música, como en casi todas las artes, hay mucho maestro, mucho conocedor, eruditos, pero soberanamente estériles, incapaces de crear una sola pieza medianamente disfrutable. Así, el virtuoso es una extensión del crítico en tanto atiende a una formalidad excelsamente hueca. Un fenómeno que suele repetirse una y otra vez: que en atención de los aspectos formales se olvide por completo el panorama total de la obra, el universo al que atiende, el tono subterráneo del que proviene.

En literatura eso es mucho más complejo pues la mayoría empieza por imitación, como por un acto reflejo. Sin embargo no es imposible adivinar, como pasa con los malos poetas y los malos filósofos, que sus lecturas han malamente consistido en leer poesía y filosofía, respectivamente, cuando sus fuentes debieron haber sido muy otras. Incluso, y para acabar pronto: leer demasiado también puede ser perjudicial para un escritor. En el caso de ignorar libros y autores, pueden ocurrir dos cosas: una, o se reinventa el agua tibia, o se revela un universo más o menos inédito. Recordemos: nadie puede ser original, a lo sumo se aspira a hacer plagios inadvertidos, en una síntesis sutil que borre las fuentes; por lo que casi tenemos una respuesta en materia de riesgos del dilema anterior.

Eso, respecto a las causas, respecto a los efectos, es pertinente señalar que todo autor debe necesariamente cultivar la soledad. Un escritor que conoce continuamente la tertulia, termina por secarse. De ahí la observación muy bien hecha de que los autores latinos suelan divagar debido a su excesivo desgaste en la cháchara. Llegados al momento de expresarse sobre la hoja en blanco, ya no tienen nada que decir. Los espíritus taciturnos, como el caso de los europeos del este o los nórdicos, quizás los orientales también, son privilegiados en ese campo: sus laconismos y hasta sus mutismos los enriquece interiormente, para mejor aprovechamiento de sus artes. Situación que, por otra parte, aprovechan los críticos de la cultura para sacar a relucir el carácter banal de toda creación, su artificialidad frívola. Es verdad: mucho se dice que la verdadera vida es mucho más ocurrente, que existen crápulas ingeniosos en cuyas borracheras conciben aforismos que hasta La Rochefoucauld envidiaría y que quedarán para siempre en el instante perdido.

Todo arte busca, así, arrebatarle a la eternidad la vida que parimos, dejar la huella de nuestro insustancial «yo». Porque de lo que se trata no es de soslayar la muerte, sino de una acción modesta y realista: advertir que nuestra identidad, nuestra persona, es tan pobre como para poder preservarse en el frasco de lo literario. Pensándolo bien, replanteando todo, la acción de escribir y dejar huella de sí, es un acto estremecedor, con una mezcla sutil de lo macabro, lo sublime, y lo sensual. De ahí que dar muestra de un proceso de despliegue de nuestro ser, en inicios trompicados y desastrosos, como si aún nos costara romper cordones umbilicales espirituales, sea la medida humanamente necesaria para llegar a convertirnos en quien deberíamos llegar a ser.

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