Hay hombres
Hay hombres a los que se les da demasiado bien ser tontos. Naturalmente, esto no significa que no sean tontos: significa más bien que son los tontos idóneos, los tontos que el pueblo necesita para pastorear sus entretenimientos vacíos. Son tontos casi universales: el ángulo muerto de la mediocridad.
Muchos políticos, periodistas, pensadores, deportistas y cantantes son tontos de este estilo. Son tontos capaces de sacar provecho económico y social de su tontería, pero no por ningún mérito o noble cualidad característica, sino por simple mediocridad del entorno: porque su tontería encaja y resume: porque buscamos –y encontramos– en su tontería una validación soterrada de nuestros paradigmas vitales, que son, en realidad, paradigmas sociales: por eso el tonto triunfa, porque no es tanto un individuo como un fenómeno social individualizado: una carencia devenida en movimiento. Al encontrar encumbrado lo más bajo de nuestra naturaleza, nos reconfortamos.
El tonto, en cualquier caso, es una figura prácticamente inofensiva, ya que para ser dañino tendría que trascender su propia naturaleza, su tópica tontería. Pensemos en el político: aunque ese político sea tonto no representa en sí mismo mayor peligro de lo que representaría cualquier otro político en su posición. Porque no es como individuo que un político, que un tonto, representa un peligro, ya que como individuo representa únicamente una pura nulidad.
Y por mucho que los tontos nos escandalicen con sus chismorreos, con sus jactancias, con sus suspicacias, con sus delirios, con sus bravuconadas, con sus vulgaridades o con sus inepcias, ahí acaba todo su poder: en nuestro escándalo. A partir del escándalo el tonto es sencillamente inútil: ya ha 'contagiado' otra forma de su tontería. ¿Qué más le queda por hacer? Su mayor logro, por no decir su único logro posible, es nuestro escándalo: cierta forma de reacción que crece necesariamente atrofiada: hipertrofia espiritual: abundancia de lo negativo como compensación de la miseria personal. El tonto prospera porque evidencia su tontería a través de nosotros. Lo que jamás conseguiría si nosotros, en primer lugar, no fuéramos igual de tontos.