El Yo escrito

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2 years ago

No hay nada que esté más fuera de la realidad de la persona que la proyección hecha en papel y tinta: todo cuanto un escribidor redacte no puede más que expresarlo de forma mínima e insustancial. O bien, expresa una parte de nosotros ficticia pero que está latente, una parte sutil, una forma diferida, un espectro, una caricatura. Hasta hoy día, nunca he podido separar lo escrito de quién lo escribe. Incluso en literaturas neutras o insignificantes se puede discernir la impronta de quien sea. Cuando miro un acuerdo judicial veo el estilo de una persona, su voluntad, su tacto. Ciertos textos parecen respirar, tener relieve, transpirar y erizarse. Pero no están vivos. Una sociedad tan penetrada de la palabra, es decir, decadente, está un poco imposibilitada para no creer en la veracidad del abecedario. Nunca nada de lo que se dice, se dice en un sólo sentido ni expresa lo que se quiso expresar. Las intenciones del escritor siempre se diluyen en el verbo. Eso de que Jesucristo fuese incomprendido era absolutamente predecible, ¿qué Dios sacamuelas no se iba percatar que eso era tiempo perdido? Para colmo hubo escribientes, malos oídos, memorizadores fantasiosos, peores lectores.

La crónica de sí mismo, es dinámica. La realidad, más apegada al aburrimiento, es decir, al ser, es estática, está quieta. Nos repetimos en nosotros mismos, por eso es posible el encuadre diferente. Esto funda nuestro deseo de libertad, esa pérdida momentánea en el laberinto de las posibilidades. Pero lo posible no es, pues lo que es, nunca es libre: vive atrapado en su segundo, en su continuidad, en el cepo del pasado.

Si eleváramos a Jesucristo a nivel de la metáfora, ¿el kerigma cristiano se mantendría en pie? No, porque carece de sustancia: la divinidad del Mesías se funda en su carácter sobrenatural. En realidad no avala nada, pero nos gusta suponer que un ser milagroso es por fuerza, divino. Invertida claustrofobia de nuestra mediocridad, los seres luminosos resultan poco atractivos si en ellos no hay la chispa del prodigio, ora resuciten a otros, ora se resuciten a sí mismos. La vida del Shakyamuni no está desprovista de tales ornamentos; pero fácilmente se puede adivinar que no son más que elementos ajenos al relato esencial. De alguna manera, la enseñanza central del Budismo es contraria a la idea de milagro, anomalía cósmica que desequilibra el orden de lo perfecto. Tal como diría Spinoza “el auténtico milagro es que no ocurra nada fuera del orden natural, pues la presencia sola de la naturaleza es el despliegue auténtico del milagro”. La naturaleza es el reflejo del rostro de Dios: un milagro equivaldría a que éste sacará la lengua. Todo milagro es demoníaco: quebranta las leyes mismas de un demiurgo. Es un acto de rebeldía creacional. Por el contrario, sustentar que un mensaje reconciliador con el cosmos es por fuerza carente de misterio, de sobrenaturalidad, es desconcertadoramente sospechoso en tanto estamos acostumbrados a las engañifas del prodigio.

Lejos de darle nobleza y espiritualidad al cristianismo, la idea de la resurrección del Cristo, le otorga un aire de cara vulgaridad. El gravamen proviene del hecho de que sólo a un fatuo se le ocurriría pedir un aval a un mensaje si éste, por sí, resulta descabellado o lo suficientemente divino para insuflar aliento espiritual. Y para lo uno y lo otro tiene todo lo religioso per se. Si la “locura” de la predicación es tal, no es por la carestía de medios en su mensaje central para convencer, sino porque se atribuye postulados innecesarios y sibilinos, fuera de esta realidad: ¿qué importa que quien nos hubiese salvado haya sido Dios mismo o cualquier otro, si de todos modos se necesita de un sacrificio externo a nuestro ser para merecer la redención? Si Cristo no hubiese resucitado nunca, si su polvo hubiese sido llevado por el viento y jamás se hubiese atrevido a profetizar que “este templo sería reconstruido en tres días”, en nada variaría su divinidad capaz de asumir la misma muerte que el hombre sufre. ¿Qué imposibilita al creador a inmolarse, no en una cruz, sino en un sepulcro por la eternidad toda? Esto casi es demasiado para la comprensión humana, rebasa su capacidad de representación mental. Pero es más fácil cantar: “¡¿Dónde está muerte tu aguijón, dónde oh sepulcro tu victoria?!” revelándose, finalmente, la suerte de energía que animó al evangelista a pregonar la resurrección: el miedo a la muerte.

Si la resurrección, milagro común al fin y al cabo, escandaloso como un dramón de telenovela coronada por la tragedia, sirve de piedra angular para sembrar la buena nueva, para otorgarle mayor sentido a la fe, poco se tiene que hacer con el contenido de la fe en sí misma, objeto primordial de la señal, conclusión al atractivo de lo sobrenatural. Por el contrario, en las religiones no reveladas, el milagro es algo secundario, banal, e incluso, pernicioso. Prueba de ello es que sólo a las religiones reveladas se les ocurriría que los últimos tiempos la gente sería embelesada por falsos milagros, de anticristos y profetas satanicos. ¿Y dónde quedan los que solamente juzgan el contenido de la doctrina y no su aval misterioso, su enigma sobrenatural? Sin duda morirán en el bostezo universal, cuando llegue el fin de los tiempos en donde todos volveremos a la nada genética, idiotizados y vagando en manadas.

Este ornamento de lo escrito, maquillaje de la cara, empiripollamiento de una verdad, la hace sospechosa. Si algo por sí no es atractivo, se le llena de fru-fru, en suma, “de arte”, y es porque debe tener un parentesco con la charlatanería. Este rococó, es propio del discurso filosófico, del poético, de la literatura misma. El hombre no se expresa en ninguna forma de arte, por el contrario, huye de sí cuando toma el cincel, el arma, incluso cuando hace uso de sus manos en el aire. El hombre se mueve porque desea huir de sí mismo, de su impermanencia, pero ¡oh desgracia de desgracias! su cuerpo lo sigue, su mente no lo deja, esa caminata desbocada, imparable del pensamiento, lo conduce a vértigos insondables, es decir, hacía sí mismo. Todo milagro es una expresión de fastidio universal, de búsqueda del “chisme” jocoso, de la tragedia desgarradora, que “eleva“ al hombre a las alturas de donde un día fue descalabrado. Pero estamos en el fondo: somos pesados, grávidos, las leyes universales de la física se ensañan con nosotros y nos dejan sumidos en la mediocridad de la existencia.


El hombre no tiene milagro, no posee más que la inventiva de lo sobrenatural que, no posee mayor significado que la invención de un mundo aparte al cual aspirar. La pretensión de la escritura es la más sutil de todas, el milagro más desconfiable. Siempre uno sonará al mayor brillante déspota cuando se escriba sobre algo, se dé la opinión de un tema, incluso cuando hagamos crítica literaria. Adeptos a la paradoja, no vacilaremos en destruir nuestra propia creación, y arremeteremos contra nosotros mismos en un acto de frenética redención. Petulancia exacerbada, pues una vez que nosotros mismos nos hemos ensañado con nuestro punto de vista, ya nadie estará más capacitado para hacerlo. ¿Queréis encontrar a los seres más arrogantes? Buscadlos entre aquellos que practican la “sana autocrítica”, y conoceréis a los más intratables, a los más pagados de sí mismos. De esta manera excluimos a los demás de nuestro destazamiento como críticos legítimos, pues sólo nosotros tenemos ese derecho, el de rebajarnos hasta la figura de cadáver.

Una obra difícilmente expresa al hombre que se tiene por su creador. No expresa más que a un fantasma que se tiene a sí mismo como creador, otro de los personajes creados por él. Al hombre que se oculta detrás de esa fachada, nunca le conoceremos. Eso de ser “escritor” causa náuseas y es profundamente revelador de un desaseo de espíritu. Lo sabemos: las grandes almas no escriben, no tienen porque inventarse milagros, sentencias fúnebres, verdades infernales. Intuyen la fuerza de la vida, su caudal imparable, su cumplimiento puntual. No tienen nada que decir como no sea a quien aman, a quien odian, a quien le es indiferente. Pero siempre a ellos, seres de carne y hueso. No conocen la terapéutica del ensañamiento con los hombres abstractos para poder sobrevivir día a día. Matan o perdonan y sufren esas consecuencias. Pero ¡desgraciados de los que vertimos nuestros malestares en el papel: estamos mermados de fuerza para hacer las operaciones anteriores!
La escritura es el mayor acto de merma vital, de decadencia. Las demás actividades del espíritu aún conservan un sabor de fuego y sangre, pero, un escritor, mientras más voluptuoso, más salvaje y visceral suene, más débil y enfermo se encuentra. Jamás he leído un libro que me exprese la realidad; todo no son más que sutilezas de un intelectual que quiso llevar la vida silenciosa de las fatalidades, de los temblores sudorosos, de los degollamientos superlativos y, simplemente, no pudo y, por ello, se lo tuvo que imaginar. La violencia del lenguaje, su lubricidad, su borbotonzazo de sangre, no anima más que a los tibios, a los cobardes. La imaginación sirve para masturbarnos las imposibilidades biológicas.

Los otros, a quienes envidiamos y de los cuales nos vengamos con artilugios librescos, viven de manera brutal, bestial, placenteros del goce de estar en la vorágine de la carne. Cierto que morirán perplejos ante sus vidas propias, pero eso será un breve instante. Nosotros, en cambio, todos los días sufrimos una muerte anticipada cuando nos percatamos lo imposibilitados que estamos de entregarnos a la molicie, de enredarnos entre las piernas de alguien, de vivir la espontaneidad de las estaciones, la rapacidad de las flores, los delirios animales. Vivimos perplejos de tanta sensibilidad en los sentidos. Cierto que gozamos más con poco, pero la insatisfacción es de otro tipo. Molestos de nuestro desfase, a veces cometemos imprudencias, actos de desesperación, entonces descubrimos que nacimos con mala estrella, que es fatal que nunca nos pase lo bueno, lo gracioso, lo afortunado: terminamos peor que antes pues no estamos capacitados para sustentar los momentos alegres. Para ello sería necesario alimentarse de mañana, estar aventado al futuro con una constante carga de ensoñación y entumecimiento. Pero no podemos, eso, decimos, sale caro, no tiene seguridad, es insensato. Entonces, nos volteamos al libro, al papel, a la máquina: Confeccionamos un universo a nuestra medida, en donde estamos a gusto, en donde controlamos los elementos de esa realidad, acomodándolos a una forma harto satisfactoria de nuestras potencias. Nos vengamos de los demás sabiendo más que ellos, adivinando sus emociones ocultas, desnudando sus felicidades. Conocemos el sepulcro que les aguarda, el pecado que los corroe, para poder arribar a un pedestal que nos ha reservado la debilidad de nuestra constitución biológica. Esto, no tiene otro nombre más que el de mezquindad, miseria de la especie no apta para la selección natural.

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