El pollito
Estaba un pollito dando saltitos feliz en su corral cuando apareció, de un túnel que había escarbado, un zorro hambriento que quería comérselo. — Lo que mejor sabe en los pollitos no son sus alitas ni sus muslos, es su felicidad— dijo el zorro relamiéndose. — ¿Pero tú quién te crees que eres, necio? Insolente, tarado, mendaz. Has debido de confundirme, puesto que yo no soy un pollito, sino un León. Soy el Rey de la selva. El felino más salvaje de su familia. Gobierno el mundo de los animales, y todo lo devoro si me place. Mira mis dientes —dijo señalándose el pico—. Mira mis garras —dijo señalándose las plumas de las alas—. Escucha mi exuberante rugido —dijo diciendo “pio pio” —. Ahora lárgate de aquí, tienes suerte de que acabase de comer, porque si no te devoraría desgarrando tu carne y sacándote las tripas por petulante y malencarado. ¡Fuera, osado impertinente! —pió.
El zorro, confundido clavó sus ojos en los ojos del pollito, que lucía seguro de sí mismo, sacando pecho. Tenía mucha hambre, pero el pollito parecía tan confiado en que era un León, que temía salir malherido, de manera que se marchó dubitativo del corral. Más tarde, como hacía cinco días que no cazaba nada y necesitaba reflexionar en lo que habían visto sus ojos y escuchado sus oídos, se recostó de cansancio en una carretera y murió atropellado por un camión.
—Confía más en tus instintos que en la palabra ajena, pues de lo contrario, nunca más podrás volver a creer en nada. El pollito, cinco días después, fue enviado al matadero y convertido en pollo al horno con limón y jengibre—.