El caracol resentido

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2 years ago

En el bosque de árboles colosales, frutos de miel y hojas verdes gigantes, bajo un luminoso cielo azul y un sol que se filtraba entre las ramas como agujas de luz inmaculada; en el bosque de cálidas lagunas cristalinas, volcanes de nieve, riachuelos de agua tornasolada y cuevas de oro y plata; en el bosque de pájaros con plumas irisadas, y misteriosos tigres blancos, traviesas ardillas, sabios ciervos de majestuosa cornamenta y espléndidos unicornios nobilísimos, vivía un caracol resentido con tanta enormidad y belleza. «¡Yo quiero árboles siniestros, manzanas podridas, largos embargos, animales mediocres!», se lamentaba. Tanta grandeza le parecía fútil, inconsistente, hipócrita. El bosque era demasiado vasto, magno, palaciego. Los animales, mágicos, exquisitos, únicos. El caracol quería un hogar más humilde, un hogar que no le recordase ni su trivialidad ni su fealdad. Por ello, un día en que, por casualidad, se encontró en las lindes del bosque, se atrevió a cruzarlo para no regresar.

El caracol se sentía desdichado, enfermizo, pero también febril: creía haber tomado la decisión correcta y la imagen reflejada que se devolvía ante sí mismo se lo reconocía holgadamente. «¿Para qué tanta belleza?» Tenía, no obstante, un miedo atroz; tenía tanto miedo que no se atrevió a alejarse más de dos metros. —Claro que, para un caracol, dos metros es medio día de camino, y no debía menospreciarse el esfuerzo que había hecho. Desde el extrarradio del bosque, echó una mirada hacia atrás, una mirada perdida, de reojo, que no pudo concentrar lo suficiente para aclarar. En esas condiciones de duda se hallaba cuando se cruzó con una mosca, que lo había observado y se había decidido a bajar para obtener más información sobre los límites que estaba por cruzar. 

    «¡Oh! Yo que tú no pasaría más allá de esa frontera... Ese bosque está repleto de animales enigmáticos, bestias de ensueño, pájaros de fuego y otras gloriosas criaturas semejantes» le recomendó el caracol.

«No te entiendo. ¿Dices que no debería ir a un lugar que esconde y promete tan admirables tesoros?» le preguntó ojiplática la mosca.

«Puede sonar extraño, sí, ¿Pero quiénes somos nosotros para compartir hogar con tan magníficas criaturas, para osar compararnos con su magnificencia? Somos, los dos, bichos insignificantes, casi repugnantes. Fíjate: dejo baba allá por donde me muevo, no me puedo librar siquiera de esta carga que me atormenta... ¡Qué repugnante! Y tú, mosca, tampoco serías apreciada allí, en esas hermosas tierras. En seguida te acusarían de corromper las tierras, las aguas, de desacreditar, con tu sola existencia, la belleza del resto de criaturas».

«¡Qué lugar tan horrible es entonces!» exclamó son sinceridad la mosca, llevándose sus múltiples patas a la cabeza. «Ese sitio no merece existir. Ahora comprendo que pocos son por dentro igual que por fuera. Tú, audaz caracol, que has tenido el valor de abandonar estas ruinas etéreas, además de la honestidad de advertirme acerca del lugar que es en realidad, tal vez no seas hermoso por fuera, pero lo eres por dentro. ¡Y eso es lo que cuenta!».

Así pues, la mosca tomó camino de regreso a la cloaca de donde venía, mientras el caracol se sentía plenamente satisfecho por haberle evitado a aquel insecto una inmensa decepción. «¡Ay! Qué desgracia sería que la mosca hubiera cruzado este umbral, pues en seguida se habría sentido fuera de lugar». Y sin embargo, lo cierto es que, tras medio día desaparecido, el resto de los animales del bosque lo echaba de menos. «¿Dónde está ese animal simpático, el de los ojos redondos en las antenas?», se preguntaba el curioso tigre blanco. «¿Alguien ha visto la criatura que siempre lleva una lata de sardinas consigo en su espalda, por si le daba hambre?» preguntaba la ardilla ingenua. «¿Qué habrá sido del ser aquél que siempre se arrastraba lentamente, como si estuviera más preocupado por llegar a la verdad que por llegar a algún lugar?» se preguntaba a sí mismo el sabio ciervo. «Yo hace medio día que no lo veo» dijo el unicornio. «¡Vamos a buscarlo!» zanjó. Y tras poner patas arriba el bosque entero se enteraron por el eterno fénix, minucioso observador de la vida que crece y muere en derredor, que el caracol, que el caracol había salido del bosque, pero que no debía andar muy lejos. «Salgamos todos juntos del bosque. Si no unimos, es imposible que no lo encontremos» ordenó de nuevo el noble unicornio. Y todos, incluido el fénix, lo siguieron.

Fue de esta manera como todos los animales del bosque salieron de sus límites en busca del tristísimo caracol. Pero, una vez fuera, un ejército de moscas, que había escuchado la historia truculenta de un bosque terrorífico donde maltrataban a los animales más inocentes, aprovechó para entrar. Una nube negra inmensa devoró los árboles, derritió la nieve, emponzoñó los frutos, se bebió los pantanos, asesinó a todas las flores. Y los animales, que cuando quisieron darse cuenta habían perdido ya para siempre su hogar, se murieron de pena allí mismo, a un metro de la puerta de su empíreo.

El caracol, que había escuchado ruidos de sadismo y destrucción, se arrastró de regreso a su hogar, porque aunque tenía mucho miedo de lo que podía haber sucedido, todavía creía que aquel lugar era en parte puro y por ello lo amaba. Entonces halló a los animales del bosque todos muertos tras los confines. Y el bosque putrefacto, ceniciento, estéril tras ellos. «¿Qué ha podido pasar?» se preguntó con horror. Y una voz agonizante, que no pudo identificar de qué animal era, pues los cuerpos se amontonaban uno sobre otro como polvo ufano, le respondió «¡Oh, caracol! ¡Qué bueno que estés bien! ¡Qué alegría! Como ves, salimos todos a buscarte y las moscas aprovecharon para devorarlo todo. No han dejado nada sano, nada impoluto. Todo lo han destruido. Pero tú estás bien, caracol, esto es lo importante, en ti sobrevivimos todos nosotros. ¡Aleluya, amigo mío!» fue tanta la pena que sintió el caracol, al conocer su espantoso crimen, su estupidez inconsolable, que al contrario que sus compañeros no pudo siquiera morirse del disgusto. Se limitó a arrastrase lentamente, a alejarse hacia las cloacas, no para vengarse, sino porque creía que era el lugar que le correspondía a su mezquindad. Allí pasó toda la vida, perdió el caparazón pues no se sentía digno de su protección ni de su peso, se transformó en larva y más adelante en mosca y se murió sin dejar más que el rastro de su confuso anonimato.

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