Diatriba contra el amor al prójimo

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 ¿Qué queremos decir con la palabra prójimo? El prójimo es el otro, el más próximo según su etimología, el tú. Prójimo es, en definitiva, todo aquel que no soy yo. Para el humanismo moderno, prójimo es cualquier ser humano independientemente de su credo religioso, etnia, sexo, dieta, etc. La idea respecto al cercano, no obstante, existió siempre, sólo que el cercano era el miembro de tu tribu, tu familia, o los que compartían tu religión. La novedad en el humanismo es la extensión hacia todo el género humano en su conjunto, incluidos, con la llegada de la modernidad, los socialmente excluidos.

Es decir, se nos exige amar, pero indiscriminadamente. No fue, de todos modos, el humanismo sacerdotal precisamente el que mejor siguió las enseñanzas de Jesús, pero siguió en la práctica mostrándose virulento, dogmático, fanático, sino el humanismo laico. En efecto, ¿por qué respetar a los malvados pecadores condenados al infierno eterno? La nueva idea requiere así de cierto escepticismo respecto a las creencias religiosas de cada cual, lo que vino a conseguir la Ilustración.
Aquí, cualquiera podrá preguntarse: ¿pero qué tiene de malo el amor al prójimo? Entonces nos vemos obligados a definir también la palabra amor. Entendemos por amor un aprecio exagerado, un afecto irracional, un apego viscoso, un énfasis entusiasmado de las virtudes del otro. Sin embargo podría pensarse que nadie ama a otra persona por sus virtudes, pero esto sería un error: la casualidad de la cercanía se entiende aquí como virtud: “tienes suerte de haber estado a mi lado sin querer, por ello te amo”. El hombre ama sin saber por qué, lo que no implica que no haya una explicación. Hay por ello, toda una base egoísta del amor en la que no queremos seguir ahondando. Simplemente la dejaremos aquí anunciada, bosquejada.

 El amor al prójimo es, entonces, un aprecio exagerado hacia todo el género humano en su conjunto, una comprensión entusiasta, casi histérica y pseudo-romántica del valor individual de cada ser humano.

Una vez aceptado por consenso estas definiciones y entendiendo qué es exactamente aquello que entendemos por amor al prójimo, alguien podría justificadamente preguntarse: ¿pero qué carajos tiene de malo?

El problema se presenta ya claramente en los pilares de sus definiciones ¿puede el amor ofrecerse indiscriminadamente? Si es de este modo, entonces el amor no tiene ninguna importancia, relevancia o mérito. Es una suerte de indiferencia hipócrita, una tolerancia ruin. El amor, por lo tanto, ha de ser excluyente. Otro problema diferente que presenta es el siguiente: ¿merecen de verdad todos los hombres nuestro amor incondicional? Se dirá que sí, que todos somos hijos del mismo dios o la misma estrella aniquilada. Pero, no obstante, también los gusanos son hijos de este mismo dios o estrella y sin embargo fumigamos nuestras cosechas para no encontrárnoslos en nuestra comida. Todo aquello que existe en la tierra comparte los mismos orígenes, como muestra la ciencia, de modo que no es buen argumento. (Se puede, de hecho, se debe reprochar el concepto mismo de amor incondicional, pero estos reproches se desprenden fácilmente del resto de nuestras argumentaciones).

Ahora bien, ¿merece el mismo amor un borracho inútil que un arquitecto? Es evidente que no: el borracho no hace daño a nadie mientras que muchos edificios se han derrumbado a lo largo de la historia aplastando a innumerables víctimas inocentes, incluidos niños pequeños o mascotas adorables. (Una objeción que veo venir, sin duda auspiciada por los prejuicios habituales contra los borrachos inútiles, es la siguiente: un borracho inútil puede subir a un auto y atropellar a cientos de niños pequeños en pequeñas sillas de ruedas. Pero, ¿no se dan cuenta que es un borracho inútil? ¿De dónde va a sacar un auto?). Es pues evidente que no todo el mundo puede merecer nuestro amor, no porque no todo el mundo tenga el mismo valor, sino porque quienes decidimos el valor de cada cual somos nosotros y sería imposible llegar a un consenso unánime, del mismo modo la obligación de ofrecer dadivosa e indiscriminadamente nuestro amor no se sostiene ante las probables consecuencias de este hecho: quien ama a todos es un impostor, en verdad no ama a nadie, o sólo es un anémico patético: el amor se desgasta como la sangre propia. Una palabra que funciona aquí casi a modo de apelación desesperada es el respeto: lo que implica el amor al prójimo no es el amor sino el respeto. El primer reproche es obvio: si eso fuese cierto se diría respeto, no amor. El segundo es menos obvio: ¿se puede respetar a todo el mundo por igual?  No si entendemos que vivir equivale a presenciar cómo nuestros más adorados principios son ofendidos cada día por personas viles de opiniones e intereses distintos. ¿Se puede respetar a quien nos ofende? El respeto, de nuevo, ha de ser merecido: no se respetan a las personas más que por lo que son: esa es la justificación del racismo y del clasismo.
¿Se puede respetar igual a un drogadicto sin futuro que a un poeta prometedor? De ningún modo, el poeta prometedor es un calumniador de la verdad y un drogadicto sin futuro su más fiel representación. Si el respeto fuese a priori, entonces podría justificarse el racismo o el clasismo. Además, lo que hacemos con los otros no es respetarlos, sino tolerarlos del mismo modo que se tolera una gripe hasta que se cura. O como escribió Cioran sobre el amor al prójimo: “amar al prójimo es inconcebible. ¿Acaso se le pide a un virus que ame a otro virus?”.

(Un concepto que se repetirá incansablemente al hablar del amor al prójimo es el de la obligación. En este sentido, escribía Nietzsche que el amor al prójimo es un olvido del Yo en el sentido en que el Tú está sacrificado pero el Yo sólo calumniado. Por ello: ¿qué obligación tenemos con el prójimo excepto las que se desprendan de las necesidades del Yo?, Sin Dios, ninguna. Es, un prejuicio habitual considerar que el egoísmo es una forma de monstruosidad desinteresada de todo lo que no sea la próxima, diáfana e inmediata satisfacción. Pero: ¿no han sido los más grandes actos heroicos movidos por un gran egoísmo, al luchar el héroe por aquello que él quería preservar o destruir?).


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