Apología de la cobardía
Pensé -¡presa del espanto!-: ¿seré, pues, el único cobarde de la tierra?... ¿Perdido entre dos millones de locos heroicos, furiosos y armados hasta los dientes? Con cascos, sin cascos, sin caballos, en motos, dando alaridos, en autos, pitando, tirando, conspirando, volando, de rodillas, cavando, escabulléndose, caracoleando por los senderos, lanzando detonaciones, ocultos en la tierra como en una celda de manicomio, para destruirlo todo, Alemania, Francia y los continentes, todo lo que respira, destruir, más rabiosos que los perros, adorando su rabia (cosa que no hacen los perros), cien, mil veces más rabiosos que mil perros, ¡y mucho más perversos! ¡Estábamos frescos! La verdad era, ahora me daba cuenta, que me había metido en una cruzada apocalíptica.
(Viaje al fin de la noche, Louis-Ferdinand Céline)
Cansado de la estúpida pantomima de la guerra, de los hombres infames y de sus muertes inútiles, sórdidas, dóciles y patéticas, el protagonista de Viaje al fin de la noche decide entregarse al ejército enemigo como prisionero. Es su única esperanza para no tener que continuar soportando tanto sufrido ajetreo, una muerte segura que le puede llegar desde cualquier lado. Las personas normales (es decir: los retrasados) no dudan ni un instante (los conozco a todos) en determinar estas actitudes como cobardes. Y, en efecto, no están equivocados: “Entonces, ¡qué vivan los locos y los cobardes!”, les respondemos todos nosotros, los cobardes repugnantes como ratas, mientras permanecemos cinco días encerrados en casa con las persianas de nuestras habitaciones bajadas porque nos requieren unos abusones...
Pero, me permito una tenue digresión que no tiene otro motivo más que exasperarles, ¿es necesariamente valiente un soldado que combate en una guerra? La respuesta corta es no. La respuesta larga es aburrida y totalmente innecesaria. No obstante, puedo aclarar un poco esta cuestión mencionando el hecho de que el soldado, si no cree en la guerra por la que lucha, sólo es incitado por dos aspectos: el miedo que le infunde ser fusilado si no obedece (en tal caso, junto las consecuencias que puedan heredar sus familiares, entiende que sus posibilidades de supervivencia son más altas combatiendo) o un tarado sentimiento de lealtad, de honor o de orgullo que no sabe ni puede controlar o transgredir. Pero el miedo a una muerte segura se parece poco a la valentía y el honor es la doble debilidad de los esclavos más imbéciles (les entierra más profundamente en la tierra negra de su situación: les impide actuar en contra de los intereses de sus señores). Y en cualquier caso, si el soldado se halla convencido de la justicia superior en la causa por la que combate, es también un esclavo imbécil pero además con altas dosis de sonambulismo. ¿En qué nos puede importar la trivialidad de una guerra humana que no afecta en absoluto nuestro grotesco destino mortal? Los hombres son insectos anormales perdidos en una espesa niebla, relámpagos sin ternura, combatiendo para nada: ideales falaces, cimas ingobernables, orgullos de iletrados. Sólo el terrorismo, por lo que tiene de ruptura, de deconstrucción de los discursos aprehendidos, de transgresión (toda transgresión es ilegal, si no es simple provocación), y a pesar, claro está, de constituir un acoso infantil, es una resistencia fértil que no recoge sus frutos de podredumbre, sino que devora directamente las raíces.
Insistimos: El honor es una dignidad temerosa de la sociedad, y por lo tanto, una patraña. Si existe un juicio terrible sobre el cobarde es por una sencilla razón (que en mi bondad intelectual les trataré de explicar): el cobarde es un inútil, no lucha, no combate, no obedece, está fuera del sistema, carece de valor como mercancía, se detiene ante la expectativa de su aniquilación. El cobarde sabe que sólo se pertenece a sí mismo: no ha venido al mundo para aportarle nada a nada ni a nadie ni para incluir logros banales en su epitafio (trabajador eficiente, padre cariñoso, esposo comprensivo, héroe de los dulces de leche) o en su currículum sepulcral. El cobarde es un nihilista, un cínico, un Absoluto Único. El cobarde sólo está interesado en una libertad: la libertad de salvarse. El cobarde sabe que no está en el mundo para desarrollarse, para hacer un proyecto de sí mismo, sino por accidente: lo que haga después, es asunto exclusivamente suyo. Un cobarde es posiblemente el hombre más valiente del mundo: no le teme al qué dirán; actúa escapando, es decir, abandonando sus falsas responsabilidades para difundirse a sí mismo, reclamar su maldición como un tributo al vacío de los pedestales. El cobarde es el símbolo de nuestro desprecio: por ello, merece un nimbo hecho con el sudor de nuestras heces.