Alea iacta est
No hay vuelta atrás. No hay retorno, mi boleto es sólo de ida. Aunque en realidad nunca se vuelve, se dice que el hombre una vez toma una decisión, el tiempo se encarga de eternizar lo optado. Los conversos lo saben, aunque se tornen herejes o apostatas, allá en sus almas se preserva una forma de aquella verdad que antaño los iluminó. Las cosas ocurren con total inasistencia de nuestras manos pues ya en germen no terminan de conjurar sus furores hasta que nuestro cuerpo, movido por no sé qué fuerza potente, se presta a ejecutar la decisión. Así, se dice que se “toman decisiones”, cuando en realidad uno no es más que presa de un conjunto de poderes que coinciden en un vacío que hemos dejado muy apropósito de nuestra indecisión. Voto de calidad, si se quiere, por él asumimos plena responsabilidad. “…ve y hazlo, yo afrontaré tales consecuencias”, parecen decirle los pros y contras a esa región nebulosa de la indiferencia. Ser objetivo, estar en otro lado de nuestro interés, no es más que apelar a la inconciencia. Duele, de cualquier manera una u otra decisión, pues nuestra alma suele abjurar de su camino pensando que siempre era mejor el otro sendero dejado atrás.
Para hacerme una representación ajustada a lo que considero es esto de resolver, he visto a un rey, presa de la vacilación, recurrir a su consejero. Pues bien, como bien se sabe, un consejero nunca debe proceder a empujarnos a tomar un camino u otro, sino en ampliar las posibilidades de elección, de tal forma que se termine por mediar la situación. Siempre habrá una posibilidad intermedia, aunque ésta sólo sea la de fingir una medida. Pero no estamos en esa forma de opción, eso es más bien evadir una disyuntiva. Una vez dividida la angustia de aprestarse a una corriente o a otra, al rey nos lo imaginamos inquieto en el lecho y confortado por una reina que le señala seguir a su corazón. Pero el noble caballero recuerda que su padre, hombre prudente y de acción en batalla, le ha repetido una y otra vez que las decisiones se han de tomar en frío, apelando a la pura razón. No teniendo con qué contentar su corazón ni satisfacer al juicio, le ha dado por dormirse, fiándose en que quizás en sueños se le rebelaría la respuesta correcta, tal y como al emperador romano Constantino le ocurrió.
Pero sujeto a la apreciación harto simbólica de las representaciones oníricas, el rey sigue en las mismas. No sabe a ciencia cierta a qué viene que un caballo muera ante sus ojos debido a los latigazos crueles de su amo, ni que éste posteriormente sea comido por una familia que no tenía dinero para carne de vaca. Confuso, sin significación alguna quizás. De hecho, sin significación de ningún tipo. Ver caer la lluvia frente al ventanal tampoco ayuda mucho. Hasta que ya en consejo final y ante la reina, el general de armas le urge tomar una medida: sacrificar a la mitad de la población de una aldea esperando que los mismos vasallos enfrenten con mayor coraje al enemigo, o proceder a su evacuación y dejar que el enemigo avance poniendo en peligro a todo el reino. En ninguna opción hay garantía de seguridad, de salir avante ante lo adverso.
Es para estas situaciones para lo cual se inventaron las frases cortas, los axiomas, los aforismos, los refranes popular, los principios absolutos. “Divide y vencerás” (no propiamente, puede que ambos se vuelvan en tu contra y en vez de un enemigo ahora tengas dos), “el fin justifica los medios” (siempre y cuando se resuelva qué es fin y qué es medio), “La lástima es traición a la patria” (con el sólo hecho de saber que lo dijo Robespierre podemos tirar la frase a la basura), “Confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades” (siempre y cuando el tiempo no sea lo suficientemente extenso para rebasar a la decisión), “La guerra contra las mujeres es la única que se gana huyendo” (sin comentarios), “no dejes para mañana lo que puedes hacer hoy” (aunque mañana quede nada para hacer) sí, pero hay que recordar que “cada día trae su propio afán…” (Pero no por mucho madrugar amanece más temprano y si, en cambio, encuentra todo cerrado)…etc. Sabiduría popular que lo único que hace es facilitar la idea de una sabia decisión. A la persona impopular le ayuda en muy poco.
(No hay ser más impopular que un poderoso. Así, se suele decir de un gran conquistador adjetivos tan contradictorios tal y como el agua y el aceite son: generoso, malvado, magnánimo, cruel, injusto, sereno, arrebatado, intrigoso, pacificador, etc. Los poderes absolutos suelen amplificar nuestros vicios y virtudes).
A veces, una verdad es tal con independencia de la emoción que le dio origen, de la envidia de la que proviene, del reproche que se quiera hacer, de la culpa que queremos purgar. Esto es algo que comúnmente se pasa por desapercibido, y se suele juzgar a una verdad por la persona o situación que le dio origen (tal y como pasó con la frase de Robespierre). Sin embargo, es también sabido que a toda moral hay que juzgarla por su genealogía. Al fruto lo podemos medir, al tipo de hombre que engendra cierto prototipo de moral; de la misma forma podemos sondear la semilla de la cual proviene.
Pues nos parece sin lugar a dudas una explicación plausible el que se pueda adivinar la decisión de algo según sea el hombre o mujer al que se le plantea. Un rey misericordioso (débil desde el punto de vista de los valores bizarros de temperamentos corpulentos), optará por abdicar y entregar el reino. Prefiere la vida a la libertad; tanto error sería culparlo dada las limitaciones de su carácter, como darlo por modelo de virtud. Por el contrario, un rey que goza de la libertad y prefiere enfrentar la muerte antes que ver pisoteado su nombre, no dudará en hacer una carnicería sin tregua. Los hombres “racionales” no pueden entender esto. No los juzgo, no los aplaudo, pero tampoco invento la efectividad de la miseria humana para hacernos fuertes y osados.
Pues bien, este hombre del cuál os hablo es un gran adalid de la libertad. Le oprime pensar en el costo de ser libre, pero no hay otro modo. En el fondo, nótese muy bien, una decisión no es más que la triste disyuntiva de traicionarnos a nosotros mismos o sernos fieles. La moral auténtica se trata de coherencia. Un hombre sin principios no es más que un muerto, una cosa. Hasta el nihilista más empecinado, cuando opta por matarse o vivir sin compromiso alguno con nada, no da muestras más que de un romanticismo en su conducta.
¿Cómo se es? ¿Quién uno es? Y después: ¿cómo quiero ser? ¿Quién quiero llegar a ser? Simplemente. Los errores en nuestra vida surgen de no encarar esta realidad y arrastrar a todos los demás a causa de nuestras inconsecuencias. La única forma que conozco de hacerle daño a la gente es de no ponerle sobre aviso acerca de nuestros objetivos. Aunque esto es un tanto cuanto vago, lo cierto es que hay que definir qué se es para evitar las confusiones. Un rey con principios que han surgido de sí con toda su fuerza en el ser, sin duda actuará resuelto y con todo el poder de su voluntad.
Me ha parecido, de un vistazo, que un hombre resuelto hará lo mismo que uno que no lo está: sus acciones no sirven para nada; en cambio sí servirán para hacerle sentir bien consigo mismo. Habiendo obrado por medio de principios o la buena sazón del tiempo, siempre se recurre a estos recursos para justificarnos. Me parece una verdad inquebrantable esto. Sin embargo, como apuntábamos antes, en ello puede darse una razón justificable, con independencia de que sea cierta o no.
Bueno, ya hable demasiado de esto, así que, Adiós.