El Imitador

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2 years ago

A veces salgo a caminar, y me dejo perder, me dejo llevar por ciertos patrones escondidos en las baldosas o sombras que el ocaso me empezó a dejar cual señales dibujadas en fachadas de mármol o ignotos muros de ladrillos, justo donde muere el día, ahí donde los últimos agonizantes destellos de luz se amalgaman con el azul espectral de la noche; mis atareadas piernas, presas de una rigidez comprensible luego de fatigar por horas calles adoquinadas, sucumben al cansancio y me depositan en un cómodo banquito de madera, al cobijo de la tenue luz de un farol que parece sacado de otra época y me conforta bajo ese baño de ámbar sucio del que se tiñen mis ropas ahí en sus dominios.

Es en ese momento cuando lo real y lo onírico empiezan a tornarse indistinguibles y me cuesta (por más que me pese) negar o racionalizar lo que he visto mientras yacía tendido, semidormido o no, en ese banquito de madera bajo la extraña luz ámbar del farol revelador: en un claro en la penumbra y a no más de dos metros de distancia de mi posición, creí distinguir un débil resplandor al pie de uno de los numerosos árboles que habitaban la plaza, como si de un fuego controlado se tratase; presa de la curiosidad y con sigilo felino me acerqué al lugar en cuestión y, apenas logré visualizar un panorama claro del pesadillesco espectáculo que allí se estaba desarrollando, me quedé paralizado: sensaciones indescriptibles de horror visceral y repugnancia aguijoneaban mis sentidos al tiempo que, paradójicamente cautivo de una inexplicable fascinación, observaba como, entre el zigzag de las pequeñas llamas rojas, vibrantes y orgánicas, con vida propia, se llevaba a cabo el más obsceno de los sacrificios rituales. Describiré en el mayor detalle posible lo que me propuse olvidar acerca de esa noche: sepa comprender el lector que, tal y como yo comprobé en aquel instante, hay ciertas aberraciones tangibles que se deslizan a voluntad a través de una delgada capa o umbral que bien podría ser una rasgadura en el tejido del espacio-tiempo o una puerta hacia una dimensión de contradicciones lógicas y morales inenarrables, de las que nadie que quiera conservar su salud mental mínimamente intacta y funcional debería saber.

La estructura estaba montada en disposición circular; en el centro de la misma, se erigía una efigie de no más de veinte centímetros de diámetro, con forma de dodecaedro estrellado y de una textura semitransparente, rosada y gelatinosa, flotando sobre las llamas a casi medio metro de las mismas y rotando fija en el lugar alrededor de diferentes ejes de dirección, alternando cada pocos segundos y aleatoriamente entre los mismos; sus vértices y aristas se contorneaban al son de los ininteligibles cánticos breves y repetitivos pronunciados por seres antropomorfos bañados en un fluido rojo de color similar al de la sangre, con cabeza de forma idéntica a la abominación a la que parecían venerar cual dios pagano y definiendo el círculo en torno a la misma que daba entidad a la estructura toda; con cada cántico, que variaba en intensidad y duración (más no en forma ni ritmo) la figura central reconfiguraba su topología de manera tal de exponer distintos rostros (sí, rostros humanos) sobre cada una de sus numerosas caras planas que adquirían monstruosos relieves de rostros sonrientes y giratorios, cada vez más formados, cada vez más nutridos de piel y sangre, de tejido muscular y óseo, a medida que drenaba los fluidos vitales de la criatura inserta en el altar sacrificial a través de una suerte de cordón umbilical geométrico formado por un vértice disparado a toda velocidad hacia el cráneo frágil y cristalino, momentos antes.

Una vez la criatura se hubo consumido (al igual que las llamas), la efigie, que otrora ostentaba la forma de un dodecaedro estrellado, tenía ahora miembros inferiores, superiores, y un torso, coronado por una espantosa cabeza a modo de torpe imitación de cabeza humana, como si de una escultura a medio terminar se tratase; se erigía ahora sobre sus aún malformadas piernas, y una vez descendió e hizo pie en el suelo, pude apreciar que su tamaño había aumentado considerablemente, alcanzando una talla de un metro como mínimo.

Los minúsculos y sangrientos adoradores, como percatándose de mi presencia, exhibieron al unísono una faceta de color amarillo incandescente, proyectándose en mi dirección desde sus poligonales cabezas, alertando al imitador, quien, a través de una brecha horizontal en su cara, profirió un sonido infrasónico apenas audible que me heló la sangre y me liberó de mi estado de estupefacta inmovilidad; mientras corría con todas mis fuerzas en dirección opuesta a aquello, podía aún oír a la lejanía esos gritos de pesadilla que buscaban transfigurarse en sonidos de voz humana, quizás inclusive del lenguaje.

Durante semanas escuché fonemas transicionales en mis pesadillas; mi inconsciente no me daba tregua ni siquiera durante las horas de sueño: se había (¿me había?) propuesto por puro morbo imaginar el proceso de transformación del imitador; saber qué forma humana tendría por ese entonces: si sería igual a mí por haber sido el mío el primer rostro humano que presenció luego de su conversión. De todas las que elucubré es ésta la hipótesis que más me acerca a un acto de contrición.

En éstos últimos días sólo salgo a caminar a lugares puntuales y cercanos, cuando el sol está alto y las sombras no tienen aún oportunidad de dejarme ninguna pista dibujada sobre baldosas, fachadas o muros.

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2 years ago

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