Más bien, vístanse con la presencia del Señor Jesucristo. Y no se permitan pensar en formas de complacer los malos deseos. Romanos 13:14.
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Era un día caluroso en Milán, Italia, del año 387 d.C.; una suave brisa agitaba las hojas de una higuera. Las ramas proyectaban una sombra refrescante sobre la figura postrada de Agustín. Con el rostro en el suelo, se aferraba a dos puñados de hierbas para tranquilizar su cuerpo tembloroso. La muralla del orgullo humano se había derrumbado, permitiendo que las lágrimas de remordimiento y culpabilidad fluyeran libremente sobre sus mejillas bronceadas por el sol.
-Oh, Dios, sálvame -gemía angustiado-. Mi pecado es mayor de lo que puedo soportar.
La imagen de un gran lago de fuego surgió en su imaginación. Era el lugar preparado para Satanás y sus seguidores. Se veía a sí mismo retorciéndose entre las llamas, atormentado por las maldades y las acciones aborrecibles que había cometido en su vida.
-Soy un hombre malvado y vil -continuó Agustín en oración-, A menos que me salves, estoy perdido, ya que no puedo librarme de los hábitos pecaminosos. ¿Cuánto tiempo, Señor, cuánto tiempo debo permanecer en este estado de miseria? ¿Mañana? ¿Por qué no ahora? ¿Por qué no poner fin a mi impureza en este instante?
En aquel momento Agustín escuchó la voz de un niño que en una casa cercana cantaba: “Levántate y lee, levántate y lee”. Presintiendo que era una respuesta de parte de Dios, Agustín se levantó y tomó la Biblia que había estado leyendo, cuando lo invadió el sentimiento de culpa. Y con dedos temblorosos la abrió en la Epístola de San Pablo a los Romanos, el capítulo 13. Fijó la vista sobre los versículos 13 y 14: “Ya que nosotros pertenecemos al día, vivamos con decencia a la vista de todos. No participen en la oscuridad de las fiestas desenfrenadas y de las borracheras, ni vivan en promiscuidad sexual e inmoralidad, ni se metan en peleas, ni tengan envidia. Más bien, vístanse con la presencia del Señor Jesucristo. Y no se permitan pensar en formas de complacer los malos deseos”.
“Cuando leí esas palabras, toda sombra de duda se desvaneció -escribió Agustín más tarde-. Inundó mi ser una maravillosa paz y seguridad, de tal manera que me asistía la confianza de haber sido perdonado por Dios. Ya no le temía a la muerte; Jesucristo estaba en mi corazón”.
¿Te pareces a Agustín, que luchas contra el poder del pecado que actúa en tu vida? Permite que este sea el día en que Jesucristo entre en tu corazón y quite el peso y la vergüenza de la culpabilidad, reemplazándola con el gozo, la paz y el poder para vivir una vida semejante a la de Dios.
soy la creacion de dios y por eso confio en el