Era miércoles por la noche.
Diana vertía con cuidado la infusión de té negro con frutos rojos, que había preparado con esmero, sobre su taza preferida. La exótica bebida le ayudaba a pensar con claridad y justamente, claridad necesitaba.
Le habían pedido un favor. No un deber legal, mucho menos una obligación para con la patria, sino más bien una solicitud informal, casual, como cuando un desconocido llama a tu puerta, pidiendo que le abras.
Mientras ella hacía ésto, sobre el sofá de la sala reposaba encendida su tableta, en la cual se encontraba abierta la página web de un chat para jóvenes. Allí, había conocido a un tal Enrique, cuyo mensaje de estado rezaba: “Provinciano”.
El chaval la había agregado de la nada, sin mediar palabras, Diana sólo había notado la notificación de solicitud, indicando que quería ser su amigo.
Ante tal intriga y con un creciente interés, tomó la iniciativa y le envió un mensaje privado al desconocido, quién no tardo en responder, de la misma forma.
Durante las horas que siguieron, hablaron acerca de la vida, de la cuarentena global, de sus rutinas contrastadas y de sus inquinas. Él parecía sentirse a gusto en la conversación, así pensó Diana, y optó por contarle un poco sobre sus preocupaciones, sobre sus ansías, sobre su maldición.
Para el tercer día, Diana se animó a salir de sus dudas y le preguntó al tal Enrique el motivo por el cual le había pedido ser su amiga. Ella imaginaba que tendría algún interés típico de un hombre post-moderno al usar redes sociales, como ligar o quemar el escaso tiempo dado a cada Ser viviente de la Tierra.
La respuesta no pudo ser más distante a sus expectativas: Sólo la había agregado para sumar amigos en su consola, pues ésto sumaba puntos en el sistema del sitio de chat, útil entre los miembros de tal cuasi-sociedad virtual.
El despeje del interrogante resultó como una brisa fría para la indómita internauta, quien no tardó es desviar el tema y redireccionar la charla hasta otros dilemas.
Diana le contó a Enrique que su hogar se ubicaba en el poblado de Brasas, comunidad urbana erigida sobre la costa oriente de España, de frente al vasto mediterráneo, en una rígida casa con barrotes en sus ventanas y un bonito tejado rojizo de ensueño, a pesar de que el mismo le había generado más de una pesadilla, por los crudos e inconscientes recuerdos que le evocaban al dormir.
Avanzaba ya la noche y el frío arreciaba cada vez con mayor fuerza, aún a pesar de sus calcetines de lana gruesa, su suéter manga larga de color gris con rayas blancas, sus pantalones negros para mayor calefacción y sus pantuflas, sentía como se le helaban los pies y como sus dientes empezaban a titiritar. Bastante irónico que en un lugar con un nombre tan candente, hiciese tanto frío.
Ya al volver sobre el sofá, se encontró así misma en una estancia creada por Enrique, en donde se le permitía a los visitantes dejar notas con mensajes de contenido libre: una canción, un pensamiento, un saludo o lo que fuera. El anfitrión la invitó a dejar el suyo, y ella, después de pensarlo bien, escribió:
“Un pensamiento:
A la deriva en el salado azul miro al infinito celeste, con azulados pensamientos y azul cayendo de mis ojos, mientras me pregunto… ¿será el azul mi eterna compañía?”
Al terminar, le preguntó al desconocido su opinión, el cual opinó en términos profundos, tocando fibras íntimas de la escribiente, cosas que ella había dejado ver en su escrito, pero que exigían un poco más de análisis, un poco más de interpretación.
Para su sorpresa, charlar de forma tan impersonal a través del chat de texto con el tal Enrique le había generado sentimientos de curiosidad, admiración, desconcierto y entusiasmo, lo que la mantenía aún despierta, siendo ya la una de la madrugada, mientras su madre y su abuela yacían ya en el tercer sueño de la noche y cuando para el desconocido, a penas estaban siendo las siete de la noche, según le alcanzó a contar.
Diana no acostumbraba dar detalles sobre su vida a personas desconocidas, ya había tenido suficiente experiencia poniéndose en riesgo con conocidos, y la reserva no habría de ceder ante las preguntas esporádicas y concisas que el avatar de piel canela, barba y cabello largo que representaba a Enrique en la estancia de chat, le elevaban de tanto en cuanto.
Ya abrumada por el inclemente cansancio que la desprendía de lo real hacia lo onírico – si es que a veces ambos reinos no coincidieran – se despidió del desconocido, no sin antes recibir la noticia, algo inoportuna, de que le escribiría un texto, inspirado en ella.
La novedad la elevó un poco sobre el agotamiento acumulado, pero igual estaba decidida a dormir, así que dijo “Buenas noches”, cerró el navegador, bloqueó su tableta y sin demora, a Morfeo se entregó.
En el sueño que esa noche su subconsciente le manifestó, Diana experimentaría un frío extenuante, intenso y abrasador. Y eso que la purísima mujer, a la cama, hasta con pantuflas se metió.
tenia que ser una chica, curiosa por genetica.