Bienvenida

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Ana llegó un día domingo, a las ocho de la mañana, al umbral de la casa de los Hernández, con sólo un pequeño bolso tejido en hilo maguey y su creciente incertidumbre sobre el porvenir.

La acompañaba Memo, su tío materno, desde el momento en que partieron de la Ranchería en donde nació, dio sus primeros pasos, vivió el encierro y tuvo su primer desamor.

El motivo de la travesía era claro: Ana trabajaría como criada en la casa de unos Señores, ubicada en la próspera y nada austera Villa de San José de las Quebradas.

El contrato no había sido consultado con ella. La única muestra de consentimiento por parte de la joven de dieciséis años consistió en poner un pie fuera de su casa de barro y varas de bahareque para emprender el trayecto que la llevaría hasta la casa que ahora tenía enfrente, hecha con bloques de adobe y pintada de blanco, levantada sobre la parte más alta de un barranco, del cual al bajar por la recientemente urbanizada calle, conducía directamente al río.

Su tío entró primero, desapareciendo por unos momentos y permitiendo que Ana observara a su alrededor sin la premura de la caminata.

Lo primero que llamó su atención fueron tres árboles de oití que brindaban amplia sombra a la fachada de la casa; en el antejardín pudo observar unas cuantas flores de trinitaria, tan escasas en su hogar, que la cautivaron de manera singular. Al otro lado de la calle pudo ver como algunas personas de piel más blanca que la suya conversaban alegremente en los portones de las casas contiguas, mientras se escuchaba el rasposo ruido de las escobas de sorgo al ordenar la tierra junto a las hojas secas y espantar el polvo a su paso.

Al escuchar el llamado de su tío en lengua materna, temerosa, atravesó el umbral de madera oscura, pasó a través de un recibidor rústico, amoblado con asientos de madera de guayacán y espaldares de cuero de chivo curtido, mesas hechas en madera de roble rosado, cuadros con paisajes locales y ceniceros de cristal importado de Viena.

Al llegar al otro extremo, se encontró a sí misma frente a su tío, quien la esperaba sentado como de costumbre en una mecedora de fuerte guayacán , en compañía de un matrimonio católico de criollos; la mujer, de unos treinta y cinco años en edad, sentada cómodamente en otra mecedora al lado de su tío y el hombre, de unos cuarenta ya estrenados, sentado en una de las sillas rústicas ubicadas alrededor de una mesa ronda de igual madera. Al aparecer Ana en la estancia, la pareja fijó sus ojos atentos en la pequeña niña.

“Ésta es mi sobrina, es hija de Sofía, mi hermana.” afirmó su tío. “¿Sabe cocinar?” preguntó la mujer. “Sabe asar chivo y está aprendiendo a hacer arroz.” contestó el tío, no muy seguro. “Bueno, si no sabe, acá aprende.” concluyó la mujer.

La conversación continuó en cuarta persona, no estando Ana involucrada. Hablaron acerca del estado del comercio y tráfico de mercancías entre Granada y Venezuela; sobre recetas de cocina propias de las Rancherías del Norte de la península y sobre cuándo iniciaría la siguiente temporada de lluvias, tan esperada por la mayoría campesina que habitaba en ese entonces en San José.

“Al cumplir el mes te mandó la plata.” propuso con seguridad el hombre. “Yo la vengo a buscar mejor, así hago las compras de una vez.” respondió el tío Memo. “Bueno ware, tú sabrás mejor, acuérdate de preguntarle a tus hermanas si tienen otras muchachas sin hacer nada, tengo unos parientes que necesitan también.” agregó el hombre. “Bueno, yo preguntó a ver.” cerró el tío.

Hecho lo anterior, Ana cruzó miradas con su tío, quien se despidió de ella en lengua materna y avanzó hasta el umbral de salida, para desaparecer en el Sol de nueve de la mañana, camino a la Ranchería, ubicada a uno 70 kilómetros al Norte de San José.

No hizo falta más. Ni abrazos, ni buenos deseos. Ana estaba consciente en carne viva sobre su cultura y los deberes que la misma le imponían. Los tíos maternos, asimilados a sus padres, arreglaban los negocios, ellas sólo obedecían, en silencio, sin opción.

“Bueno muchachita, lo primero que harás hoy será barrer el patio. Luego vienes y me ayudas a montar el almuerzo. Luego necesito que muelas un maíz. ¿Sabes usar un molino?” le dijo la mujer. “No.” respondió Ana. “No, señora.” la corrigió la mujer. “No, señora.” reformó Ana. “Bueno, acá aprenderás, eso y más”.

La mujer condujo a una tímida Ana a través del comedor, cuyas paredes estaban pintadas en un púrpura suave, pasando por una cocina de paredes grises, hasta llegar al patio de la amplia casa, en donde se hallaban enraizados varios árboles de considerable altura, dos de ellos mangos, cuyo maduro rojizo ya asomaba.

“Mira, allí está la escoba, que no quede hoja libre.” Ordenó la mujer, señalando con el dedo las herramientas de trabajo doméstico. “Sí, señora.” acató Ana, avanzando ipso facto.

Mientras comenzaba a barrer el patio, con apenas unas hojas en el suelo, alcanzó a escuchar desde la cocina una voz que decía: “Por cierto, muchachita, ¿cómo es tu nombre?” indagó en voz alta la mujer. “Ana, señora.” contestó la joven. “Bueno Ana, bienvenida.”

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Comments

en tiempos de mis abuelos contrataban a muchachas para trabajar en casa de familias que no conocian y no les daban oportunidad de escojer su propio trabajo.los tiempos han cambiado

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3 years ago

Hola Cecilia! Esa forma de trabajo, prácticamente forzado, lleva presente muchas generaciones en nuestra sociedad. Cambiando están todo el tiempo. Saludos :)

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3 years ago

I enjoyed reading your story. It's not a rewrite but fits great in the community (short) Stories/ Tales. Ana is lucky with a lady so friendly willing to teach her. 👍💕

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3 years ago

Hey Kitty! miau Yes, a truly friendly lady :) Thanks for the advice, I'll submit this into those communites.

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3 years ago

Happy day and you are welcome.

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3 years ago