Cierta mañana de algún día, salí a calmar mi alma. Los pensamientos nefastos y recurrentes de la noche anterior han estado alejado para mí el descanso y la paz.
Salí sin rumbo determinado, envuelta en esas ideas tan raras, para los demás, pero tan conocidas para mí.
Sentía que avanzaba lentamente, la brisa me saludaba y yo apenas pude responder con un leve gesto.
Todo había cambiado, sin avisarme, ya nada era igual y lo peor que tenía la certeza de que nada volvería a igual.
Una corneta de un conductor apurado me ubicó rápidamente. Me dirigía hacia el río… quizás buscando ese primer contacto con el mundo, donde un cálido líquido ¿o no tan cálido? me guardó durante los primeros nueve meses de vida.
Al pasar la primera curva del camino, siento la brisa fresca, los árboles meciéndose, una que otra flor brotando producto de esta tierra tan fértil que de tan solo verla nacen ojos… apacibles y no acusadores. Por un instante percibí los malvados ojos que traía sobre mis hombros hasta que aceleré el paso y se bajaron… Ya había dado el primer paso, dejarlos a su suerte, allí tirados en el camino que en otras ocasiones transitó alguien con mejor destino.
Prosigo mi camino y comienzo a detallar las nubes blancas y brillantes que en ese fondo azul prometían algo novedoso.
Hacia el este los cerros verdes, muy verdes con diversas tonalidades y observo la figura de un hombre. Un hombre acostado en toda la fila del cerro…
Quizás, pienso, ese hombre tenía los mismos pensamientos raros que espantan y no convencen a los demás. Quizás ese hombre era mi otro yo. Quizás fue mi espíritu materializado en la naturaleza. Quizás era yo volviendo a mis orígenes… Quizás agotado el cuerpo quise apagar la mente y subí a lo más alto, donde nada me perturbara, donde nada podría hacerme más daño… Quizás me acosté cansado, miré la luna y las estrellas… Quizás estoy descansando y ni siquiera estoy contando…