Perro del deseo
"Y también tiene piel" —Le contesté a Fernando.
Fué allí en ese momento que aprendí que el río tenía piel. Como la fruta, los árboles, nosotros. Y que mirar la piel viene con esa sensación de querer hundir algo, pinchar, cortar, resquebrajar.
A veces hasta pienso que el cielo tiene piel, levanto el brazo imaginando que se alarga y se alarga y con el dedo índice lo rompo; pero dicen que es aire, que es oxígeno, nada.
Y después de decirle eso del río, ya no le dije mas nada. Casí no hablamos nunca.
No sé realmente cuándo lo conocí. Él era el mendigo del banco de al lado, y desde que yo llegué a esa plaza, él siempre estuvo allí. Pero, a mí me parece que yo también siempre estuve allí, que no hubo un día en que llegué. El día en que llegue lo tengo como en una neblina en mi memoria.
Soy la mendiga más linda de la plaza y los demás suelen llamarme "Reina", pero de niña mi mamá me gritaba "Alegría". Tengo el cuerpo delgado pero lleno, con fomas, me siento muy derecha en el banco, junto a mis bultos que arreglo de modo que parezcan un equipaje delicado. Mis trapitos son bastantes distinguidos y elegantes. Soy negra, "de raza negra", y los colores vivos de mi blusa, aunque esté hecha de hilachas, me adornan, me refinan. El azul y el amarillo con el morado pálido están en mi manto, y mi cabeza erguida y perfecta me hace misteriosa cuando estoy bajo el sol, fumando o escribiendo.
Si puedo describir mi figura de esta manera, es porque un día, sentada en el banco mas lejano, ví a alguien que era casi yo, vi que, de lejos y apesar de sus cabellos rubios se parecía a mi extraordinariamente.
Me acerqué caminando despacito. La señora era rica, con vestido de encaje y terciopelo y joyas de rubí, y más joven que yo, que tengo treinta años, pero muy seria, muy distante. Pensaba —la mirada era de un pensar preocupado—, y me senté en el extremo de su banco. Le pedí el cigarrillo que fumaba, lo apagué cuidadosamente sobre una piedra y lo guardé en el bolsillo de la blusa. Ella se quedó un rato mirando la iglesia que está en frente y yo lo mismo, pero de tanto en tanto mi mirada se desviaba hacia su cara, hacia su cabeza levantada.
Era muy parecida y tan diferente a mí que me asustó.
Antes de irse sacó de su bolso una cajita de oro que tenía cigarrillos. Me dejó unos cuantos, pero su voz no la escuché, y no la ví nunca más, pero algo me quedó aprendido desde entonces. No se muy bien que, algo de cómo soy, de cómo no soy y de cómo sería en caso de no ser yo misma —esto ya lo escribí en otros papeles, nadie se imagina como escribimos los mendigos.
Digo, que con Fernando no conversamos mucho, y no sé cuándo lo conocí, pero esto, por ejemplo, lo de la mujer, se lo conté.
Me acuerdo bien cuando él vino a vivir conmigo, si hubiera sido invierno, yo habría recelado que era por el frío, porque tengo una manta muy hermosa de piel —hecha con un abrigo que saqué de los restos de una mudanza— y además porque muchas parejas se forman por el frío, porque dormir de a dos entibia más la noche.
Pero no fué en invierno, fué en verano que se vino Fernando hasta mi banco.
Una mañana yo tenía mucha sed —y pocas ganas de correrme hasta el bebedero que está en la otra punta de pa plaza—, y chupaba un pedazo de espejo. Fernando me miraba y se ve que no pudo contenerse. Se acercó y me pidió prestado el espejito. Creí que iba a mirarse los ojos o la boca —es un pedazo tan pequeño que uno sólo puede verse por partes—; pero no, lo empezó a chupar como yo, como si fuera una delicia.
A mí, hay algunas cosas que aunque no sean comida me dan deseos de comérmelas. No las palabras, como la mujer que escribe recetas de cocina acá en la plaza, pero por ejemplo el Congreso, cuando es alguna fiesta patria está tan lleno de luces que es una torta con velitas —de chica me comí una cartera de plástico rosado que tenía dibujos de manzanas—, pero suponía que era la única persona a la que le gustaban estas cosas. Sin embargo Fernando chupó largo rato el espejito con una lengua sonrosada como la de un animal sano y feliz. En algunos momentos creia que me chupaba a mi, y empecé a sentír en el vientre un remolino muy agradable y tibio.
Cuando dejó de chupar me dijo ¡gracias!, con los ojos brillantes, y me dí cuenta de que era muy joven, unos diez años menor que yo. La barba lo envejecia mucho y la ropa estaba terriblemente sucia y él también. Entonces lo lleve a un café donde me permitían pasar al baño todas las mañanas, le dí mi jabón y mi peine y lo mandé al de "caballeros" mientras yo en el de "damas" orinaba quizá el largo liquido del espejo chiquito y bebia agua verdadera.
Cuando salió parecía el Jesus de las peliculas, resucitado y reluciente.
Desde ese día estuvimos juntos. A veces veníamos al río y nos bañábamos, y después lavábamos la ropa y la dejábamos al sol.
En el río nos abrazábamos desnudos, pero hay algo que no puedo explicar. Fernando no hablaba mucho, pero cuando lo hacía se notaba que era inteligente. Sin embargo había algo que no sabía explicar y yo tampoco. ¡Nos deseabamos tanto!, ¿por qué no surgía el amor sexual entre nosotros? ¿era precisamente porque nos deseabamos tanto? Esto es absurdo para mi, pero a veces hasta llegué a pensarlo.
Porque no era sólo él, yo frenaba también en cierto momento, cuando ya parecía todo listo. Y a veces pensaba que era yo, a veces pensaba que era él. Pero como de esto hablabamos menos todavía, todo seguía igual, como si nada. Era así.
Nosotros eramos así, como un noviazgo de los ricos, caminábamos, nos besábamos en medio de las veredas, íbamos de la mano. También recogíamos el pan que nos daban en la panadería, y las frutas del mercado de la misma calle. En el café donde ibamos al baño nos regalaban de vez en cuando fiambre y masitas dulces.
Yo sentía que nada me faltaba, sólo eso tendría que haber entre nosotros, entre Fernando y yo. A veces lo tenia dormido entre mis brazos y yo miraba las estrellas y preguntaba —les preguntaba—por qué esa ansiedad estaba dentro de mí desde aquél día del espejo. Quizá, me respondía a mí misma —me contestaban ellas— porque el tiempo tiene que transcurrir, él necesita tiempo.
Pero yo —me preguntaba a mí misma—, ¿qué es lo que necesito?
Y una voz, mía o de las estrellas, soplaba con un rumor muy especial:
—Necesitas otras imágenes, que las estrellas, que los arboles...
—¿Flores? —decía yo, que siempre las miraba.
—No, no flores. No son las sensaciones de los ricos las que precisas, ni sus perfumes, ni sus comidas, ni sus joyas.
—Y me acordaba de la señora parecida a mí, la rubia; ¿le pasará lo mismo?—
—Has hecho una elección —seguía la voz de las estrellas, que tomaba un timbre celestial semejante al de la voz de Dios, de un dios, al menos, que estaba entre las plantas o desparramado en las hiebas—. Una clara elección: has elegido otras imágenes para ser, para sentir, para el amor. Y debes encontrarlas.
Yo me quedaba muda de voz interior y de respuestas y me dormía con menos esperanza abrazada a Fernando.
Pero, en la mañana el resplandor me hacía feliz.
Todo era nuevo, como un flamante vestido que se hubiera puesto la plaza, cada árbol, las hierbas, los antiguos bancos de piedra y la plaza como tal. Y a Fernando se le iluminaba la camisa roja y los vellos del pecho relucían, y sus ojos oscuros.
Un día que vinimos para el río, recogimos un ratoncito muerto de la arena.
Fernando lo tomó suavemente por la cola, parecía un juguete rosado, con pelitos de seda, más delicado, más frágil, más tierno que una flor.
Fernando lo sacudía en el aire, hasta que al ratoncito se le desprendió la cola y se cayó, y Fernando permaneció un rato con la cola sedosa en la mano. Yo se la quite´, despacito, como robándole un objeto muy caro, y le mordí un pedazo. Fernando me besó emocionado. Y yo tenía el trozo de cola con pelitos de seda en la boca, y él me lo sacó, y así jugamos mucho tiempo, casí toda la tarde, cuando ya el pedacito de cola de ratón había desaparecido de tanto ser pasado de una boca a otra, y era de noche y volvimos a la plaza porque teníamos miedo de quedarnos aquí, de dormir en la arena. No sé, decíamos que el agua tenía ahogados, que el río estaba lleno de fantásmas.
Hoy vinimos de nuevo.
No es una playa habilitada, es un lugar un poco clandestino. Hay vidrios y basura sobre la arena, mezclados con las plantas salvajes y con los árboles que crecieron sólos, y con condones y trapitos.
Pero siempre que veníamos estábamos solos. Debe ocurrir que las parejas huyen cuando encuentran ocupado el lugar.
Al llegar, hoy, encontramos un perro enorme descansando en la arena. Tenía los ojos abiertos y nos miraba fijo, pero pronto vimos que estaba muerto.
¿Por qué le brillaban los ojos, por qué la piel parecía viva? ¿Era un mlagro?
Aunque en algunas parte ya no tenía pelo, el brillo de los ojos dependía del sol una superficie lisa y viscosa, la parte donde no estaba el pelo resbalaba como el jabón que se derrite. No, todavía no se había vuelto milagroso; y nos aproximamos.
No nos miramos Fernando y yo, pero seguramente sentimos algo parecido, cada uno por su parte.
Yo tenía mi equipaje en los brazos, y hasta el cuaderno; el también.
Largamos todo sobre la arena, —yo miré de reojo que él hacía igual que yo.
Me quedé con el lápiz en la mano, el fué a buscar un palo sin decirmelo.
Cuando llegó con el palo, yo estaba empujando con el lápiz los ojos del perro, quería romper la piel gastada de los ojos, pero sentía repugnancia. Era como una tarea que tenía que cumplír, romper, hundír los ojos, que me era difícil porque tenía asco. Entonces me dije: Voy a mirar hacía otro lado, voy a pensar en otra cosa.
Y miré el río.
Notaba el ritmo que llevaba Fernando pegando con el palo sobre el cuerpo del perro muerto, como si fuera un tambor un poco blando.
Así estuvimos unos minutos, hasta que percibí que habíamos conseguido romper el cuerpo por completo.
Y fué en ese momento que tiramos el lápiz y el palo y que Fernando me arrancó la ropa y yo sentí que ahora, al menos de mi parte, nada se iba a detener. Y yo desnuda sentía contra mí que, lo que el tenía bajo el pantalón era otra vez lo duro y precioso con lo que necesitaba ser llenada y le saque la ropa y nos metimos en el río hasta la cintura y él se metió en mí y yo sentía circular oleajes en los pies y en la cabeza y en los pezones que él chupaba como si fueran espejitos, y en el movimiento con él que se movía adentro mío y en el agua hasta que de mi salieron plumas, serpientes acuaticas, un largo suspirar anillado de lo hondo de lo hondo y él me largo todo ese líquido blanco. Pero, también azul, y me lo pasó por todo el cuerpo como si me purificara, como yo había hecho la vez que fué a mi banco, cuando le enseñé a lavarse y peinarse.
Y nos quedamos, seguimos en el agua, y yo ya no tenía ese miedo tan raro que había tenido siempre de que me rozara la punta del pie algun ahogado.
El asco se murió cuando matamos al perro muerto y nada era asqueroso sino lindo, no sólo los perfumes y las flores y los noviazgos de los ricos.
Fernando dijo que quizá somos peces, y aparte dijo:
—El río está lleno de espejos.
—Y también tiene piel —Le contesté.
Sí, somos peces, sólo los peces pueden hacer el amor así en el agua, y además escribir en el cuaderno.
Yeibert V.
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