La extraña eternidad del mar
En la cálida arena, sofocado por las altas temperaturas, el hombre estiró su mano para alcanzarla. Ella estaba débil, frágil. Habían estado varias horas desmayados en la playa. La sangre que le brotaba de la cabeza le impedía ver con claridad su rostro, sus cabellos, su cuerpo. Ambos estaban a merced del cambiante oleaje. Aún así, él se arrastró lenta y trabajosamente hacia ella.
Cuando por fin la tuvo intentó despertarla, sacarla de ese terrible letargo, pero no había caso: ella estaba viva, pero lejos, muy lejos … quizá inalcanzable. Mientras permanecía a su lado, él también se desvanecía, mezclando sus lágrimas y la sangre que le brotaba de su cabeza con el agua salada del mar.
A la mañana siguiente llegaron los rescatistas. Ningún cuerpo fue encontrado y tampoco ninguna de sus pertenencias. Pero mientras la búsqueda continuaba en otros lados de la isla, una y otra vez las olas golpeaban sobre una piedra de aquella misma playa en la que estuvieron y allí, insólitamente, estaban ambos esculpidos, abrazados, durmiendo, viviendo, muriendo y fusionándose en aquella peculiar y extraña eternidad del mar.
Allí siempre estarán siempre. Allí morarán eternamente. Y no serán encontrados.
Nunca.