Capítulo 9. Venganza. Tema 1.

Cuando Klhovetz abrió los ojos no podía creer lo que veía. A su alrededor todo era destrucción. Humanos y huargos muertos y sus cuerpos calcinados. Miró al suelo y un gran círculo en torno a él había sido arrasado como si algo hubiese estallado siendo él el epicentro de la deflagración. ¿Qué demonios había pasado? Aturdido se levantó y se puso a buscar supervivientes.

Solo tres huargos magullados y con zonas del pelaje quemadas se arremolinaban junto a Nychel que estaba tumbada en el suelo y respiraba con dificultad. Con paso tambaleante se acercó al grupo. Pero cuando los huargos advirtieron su presencia se pusieron en posición defensiva. Gruñían y le enseñaban los dientes, pero sus ojos reflejaban miedo. Según se acercaba a Nychel, los huargos daban pasos hacia atrás con el rabo entre las piernas… como si no quisieran abandonar a la loba albina pero no pudiesen sobreponerse al terror que les infundía Klhovetz. ¿Por qué le miraban así? ¿Qué estaba pasando?

Klhovetz llegó hasta Nychel y vio que tenía profundas heridas. Al verle, Nychel se asustó y dio un respingo, pero luego se relajó como si no pudiese combatir a la vez el dolor de sus heridas y el miedo hacia el muchacho.

— Deja… déjame… Debes irte de aquí. No… no puedes ser una criatura del bosque. Ya no… —dijo la loba en el idioma de la manada

— Pero… —quiso replicar el muchacho

— ¡Vete! ¡Ahora! Y no… no vuelvas a los bosques—le espetó Nychel gruñendo

A Klhovetz se le llenaron los ojos de lágrimas. Aquello aplacó un poco a Nychel que gemía en el suelo.

—Vete… hijo. Estaré bien. Me he recuperado de peores heridas. Vete y deja que la manada me cuide… y gracias. Gracias a ti, mi venganza se ha completado. Ahora… márchate.

Klhovetz no entendía nada de lo ocurrido. Tampoco sabía nada de venganzas. Pero Nychel supo al instante de verlos, que aquellos hombres eran los mismos que tiempo atrás habían acabado con su amado y con sus crías. Al fin había acabado con ellos, aunque fuese a costa de que un poder oscuro despertase en el interior de su hijo humano.

El muchacho comenzó a llorar desconsolado. Había perdido a su amada y a la manada el mismo día. Y todo lo ocurrido estaba nublado en su memoria. Pero sabía que algo se había desatado en su interior y que había sido él quien había provocado toda aquella destrucción. Aunque no sabía cómo…

Un último pensamiento pasó por su mente antes de marcharse. El libro.

Aquel maldito libro de Stephx había desencadenado todo aquello, pero también era el único vínculo que le ataba a Rorah. Era un recuerdo de ella y, a la vez, de todos los errores cometidos. Entró en la casa en llamas y recuperó el libro de Stephx.

Llorando se alejó del lugar, pero antes de hacerlo, se giró y echó un vistazo a Nychel y a los huargos que se arremolinaban junto a ella tratando de salvarla.

—Adiós —pensó. Esta sería la última vez que viese a su familia de huargos.

Por primera vez, sintió la soledad. Ya no había nadie en aquellos bosques que le acompañase y nadie por el que permanecer en él. Fue entonces cuando el cuervo se le posó en el hombro.

—Camina, muchacho. Solo... camina. Yo estaré contigo.

El muchacho se alejó poco a poco del lugar, recordando el fuego y las llamas, del mismo color del pelo de su amada,… y de aquel muchacho que se le aproximaba.

Klhovetz salió de sus recuerdos y su consciencia volvió a la taberna. Casi había terminado su jugo de hierbas florales y el extraño muchacho con el pelo tan rojo como el de Rorah que portaba un “lamento del erudito” ya estaba a su lado. 

—Hola extranjero. ¿Me permites que te acompañe? Me llamo Anton.

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