Ella salió corriendo metiéndole un empujón, no sin antes quedar atrapada durante seis segundos exactos entre sus brazos, con la lengua de él metida adentro, recorriendo su cavidad bucal: se sentía como un parásito en su hábitat. Era concisa y flexible. Tenía un sabor metálico y denso, con ligero deje a eucalipto de pastilla, al que no supo cómo reaccionar. Su paladar se humedeció y unos pequeños calambres recorrieron su mandíbula.
Sus pies iban tirados por la inercia del impulso que a media cuadra no fue necesario apurar. Miró por sobre el hombro y lo vio bajo la luz amarilla del poste. Creyó que sonreía con picardía. Él había cruzado la calle saliendo de la entrada del edificio donde la atrapó, o ella se dejó atrapar, después de dejar la casa de su amiga de aula, en la que pasaron poco más de una hora a la entrada enrejada de su puerta, mientras él le hacía señas y ellas sonreían y cuchucheaban.
Era tan lindo.
Los cañones de su barba los sentía como una ligera ardentía alrededor de la boca por la presión del beso. Un joven de su edad la había besado en la escuela, pero esos besos no sabían igual; de hecho el otro no pudo volver a besarla después que esa lengua descarada le hubiera inspeccionado cada entresijo de sus dientes. Mientras llegaba a la otra esquina dejó de correr. Esta vez iba a paso acelerado. Entre la saliva de su boca y varios movimientos de enjuague logró menguar el sabor metálico de esa lengua de majá. Pensó de pronto que de babosa nada: era sabrosa. Se paró, volteó su cuerpo y ahí seguía él, pero ya no podía apreciar si reía.
Era tan alto.
Nunca sintió unos brazos tan duros. Notó de pronto que le gustaron: eran largos e irregularmente macizos; de pronto se percató que el sabor metálico de esa lengua le encantaba. Lo miró y deseó volver, pero no, de eso nada.
Él le dijo a media voz, casi en un susurro, pero audible en el silencio de la calle desolada:
Para qué te haces la dura si te gustó. Ven vieja, anda.
Ella lo miró y volvió a recordar su lengua en la boca.
Era tan descarado.
Conmigo no te empatas más -le dijo.
Él soltó una sonora carcajada e hizo ladrar a un Pitbull que dormía dentro del garaje que bañaba la luz amarilla del poste a su lado. Asomó su cabeza por un hueco de la plancha ferrosa y oxidada que servía de puerta rústica. Su cara era idiota y la baba le caía al suelo. Todo en Centro Habana estaba envuelto en una atmósfera amarilla a esa hora, bajo la bóveda de un negror que la comprimía: era noche sin luna.
Ella se volteó otra vez y caminó doblando la esquina, perdiéndolo de vista. La reja negra de hierro y cristal de su casa se veía, y mientras caminaba todo su cuerpo le pedía virar. No lo hizo. Llegó, metió la llave con sigilo para no despertar a su madre. Entró y fue a su cuarto directamente. Se tiró en la cama sin quitarse el vestido. Sintió las entrepiernas mojadas. Pero ahora buscaba en su boca la sensación de esa lengua. Su blumer estaba realmente empapado. Bajó su mano, se empezó a tocar, primero con suavidad, luego con rapidez. En menos de un minuto tuvo el primer orgasmo.