Las Patinatas en Navidad

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2 years ago

Navidad que vuelve

Tendría nueve años cuando papá me compró unos patines “Unión” tan buenos en el rango de la calidad, como los Winchester, porque se podían aflojar en la base para maniobrar cuando se cogía una curva y de esa manera lucirse ante todos como un patinador que desafiaba el peligro y siempre salía victorioso.

Era una cuestión de honor dar la vuelta en plena carrera y seguir la ruta de espalda, con el torso medianamente inclinado para tener una ligera visión lateral que permitiera el equilibrio, antes de adelantar una pierna y estirar la otra hacia atrás hasta levantarla del todo y rodar con un sólo pie. Nadie aplaudía, pero todos sentían un silencioso respeto por los que hacían esas, y otras maromas sobre las ruedas de rolineras que se engrasaban una sola vez al año, para rodarlas hasta que se desgastaban de tanta fricción.

La época de patinaje era una alargada navidad que comenzaba a mediados de noviembre y se prolongaba hasta entrado el mes de enero, junto a las gaitas, las parrandas de casa en casa y los estrenos. Desde la Sanidad hasta el puente Castro, en la calle Ribas, cerraban el tránsito vehicular a partir de las 8 hasta la media noche, para permitir la concentración de una multitud de patinadores y transeúntes mucho mayor que las atraídas en los carnavales, en las procesiones de la Semana Santa, en los mítines de las elecciones, o las de las multitudes que celebran en la calle la caída de las dictaduras.

Una cohetamentazón que descargaba el padre Torralba desde la puerta de la capilla de El Carmen, anunciaba en la madrugada del 16 de diciembre la primera misa de aguinaldo que permitía extender las patinatas hasta los últimos cantos de gallo, cuando Mario Noriega abría el quiosco El Mono frente al puente Castro, con las arepitas dulces y el café cerrero que uno envenenaba con aguardiente claro, para espantar el frío que entraba y salía por todas partes, sin considerar que el mismo aguardientico le hacía recobrar su infancia a cualquiera para llegarse hasta Campo Alegre y arrasar con el pan y la leche que dejaban frente a las quintas los repartidores antes que el sol pusiera claro el día.

Todavía no se esperaba el Espíritu de la Navidad que ingresa al mundo en forma de corriente fluídica el 21 de diciembre, por efecto del solsticio de invierno, sino el natalicio del 24 a media noche, cuando los niños suspiraban llenos de ansiedad por los regalos que el mismo niño Jesús en persona les traería para que jugaran al día siguiente sin importarles la comida ni lo que pasara a su alrededor. No eran tiempos de pinos canadienses ni extensiones de luces titilantes alrededor de un muñeco de barba blanca que nadie entendía como se metía por las chimeneas con semejante barriga.

Era más bien una época de generosidad que se expresaba en la construcción de enormes nacimientos que mostraban orgullosas en una sala de la casa, las familias mantuanas de Los Teques; de interminables fiestas que los gremios y sindicatos le ofrecían a sus afiliados y donde le repartían juguetes a los muchachos; de cestas navideñas que rifaban por todas partes en una sola opción de cada lotería; un intercambio de hallacas que terminaba por aburrirnos de tanto que se servía en las tres comidas, y la dulcería que las tías solteronas se esmeraban en preparar para lucirse de ese modo, ya que de otra forma les costaba más.

Pero no todo era un prado idílico, porque, sin que nadie lo decretara, en la mayoría de las casas a la gente le daba por poner el toca disco a todo volumen, y uno terminaba odiando aquella música por la inclemencia de lo repetido. También desde ese tiempo se impuso la moda absurda de los triqui traqui y tumba ranchos desde que amanecía hasta que amanecía otra vez, sin considerar que nadie disfruta para nada ese ruido inútil, excepto quien lo hace para molestarle la paciencia a los demás. Menos mal que el alto costo de la vida les dificulta a los muchachos de esta época gastarse fortunas en ese invento chino, para ofrendarle un culto al ruido cuando llega navidad.

El 24 y el 31 de diciembre eran unos días inolvidables por la disposición que mostraba todo el mundo. Desde que anochecía se abrían las puertas de las casas para celebrar a todo trapo el nacimiento del Niño Dios, sin que a nadie se le ocurriera estar pendiente de los ladrones ni de los malandros hinchados por la droga que disparan sin ver a donde ni a quién.

Excepto en los matrimonios, no había mejor oportunidad para lucir los estrenos, regalar botellas de vinos y whiskys de las mejores marcas, hornear un pernil entero, y tomar incansablemente sin que nadie lo censurara.

Al día siguiente todo era silencio y restos de fuegos artificiales hasta entrado el mediodía, cuando los más dispuestos, sin cambiarse la ropa de estreno, montaban el sancocho y renovaban para todos la sensación de plenitud, mientras Billo comenzaba otra vez a repetir “navidad que vuelve, tradición del año. Unos van alegres y otros van llorando”…

Esta pequeña crónica la escribí hace unos 20 años, cuando todavía se escuchaban los aguinaldos y villancicos que recopiló Vicente Emilio Sojo, y cada casa hacía su pesebre, y se adornaban con motivos navideños, se renovaban los muebles y se pintaban las fachadas…

Haciendo una mirada retrospectiva, siento que la vaguada del litoral a finales del siglo anterior, fue un presagio de este laberinto descendente que nos ha tocado vivir todos estos años, y que modificó la antropología del venezolano en un grado demoledor.

Fue un punto y aparte. Dejó inconcluso un mundo, y nos vimos obligados a construir otro tiempo, otra realidad, otras ilusiones, y de vez en cuando, otras alegrías. Si algo me da pesar, es la decadencia del simbolismo navideño, lleno de tanto significado trascendente, en la tierra como en el cielo. Era la época del año en la que se generaban más transformaciones y en la que se hacían más propósitos de cambios internos y externos.

En el hemisferio norte, en la antigüedad, el camino iniciáticos tomaba la forma de rituales clánicos, y su alcance en la consciencia profunda tenía una dimensión evolutiva fundamental, porque era el momento de renunciación, desprendimiento, muerte y renacimiento de todo lo que ya estaba maduro para quedar atrás y en seguida construir un itinerario a partir de las señales que surgen de las profundidades y que tradiciones como la navidad, recoge y les da forma a través de manifestaciones que se convierten en significativas para una colectividad que anhela siempre un fundamento estabilizador, un significado que le otorgue razón de ser al esfuerzo por la vida; que sacralice sus acciones, para no extraviarse en el absurdo de una repetición de actos sin destino.

César Gedler

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