Las Montañas Azules
Las montañas azules
Cuando niño, yo pensaba que las colinas de Los Teques eran montañas, y me imaginaba que mi tío Anicasio bajando por unas cumbres enormes, cuando venía de La Laguneta a Los Teques, para visitarnos unos días. Seguramente escuché alguna vez que hablaban de esa zona llamándola montaña, y así lo fijé, pero está también mi impresión cuando vi por primera vez ese bosque encendido de colores mate, y una extensión impresionante hasta unas colinas haciendo frente, que se confundían con las nubes o la neblina de aquellos días, en donde vivía mi tío cuidando una casa que era de nadie, porque nunca se presentó alguien a reclamar aquella propiedad.
Ya después cuando era joven y subía caminando hacia esas crestas arboleadas, para sentir el aire frío y dejarme llevar por el silencio y la soledad, sonreía indulgente, al recordar que allá en mi niñez imaginaba a mi tío cerca de la estufa, para protegerse del clima lacerante que lo entumecía, en esos páramos vertiginosos. En lo que nunca me equivoqué, fue en el recuerdo de esos verdes y azules intensos, del follaje y el cielo, y de los matices castaños de los cerros encrespados por un viento eterno.
Hoy me da igual que sean cerros o montañas, porque ya conozco su lenguaje, y nos entendemos en la serena evocación de intimidad que suscitan esos lugares sagrados, por donde caminaron nuestros ancestros, sin importar que la lluvia o el sol los azotaran desamparados durante toda la travesía, porque desde temprano entendían que el coraje y la aceptación formaban el carácter para enfrentar la adversidad.
Todo esto lo digo porque las personas de temperamento introvertido, o de paisajes brumosos, están predispuestas a vivir un poco aislados, aunque se encuentren en un mercado, y ese es su gran regalo, para entenderse con lo que algunos llaman la solitariedad, para distinguirlo de la soledad dolorosa, padecida involuntariamente, donde la solitariedad se muestra como un estado de meditación permanente, muy próximo al monólogo interior, que permite construir un mundo imaginario y vivir en él, aunque en apariencia se dedique a otras cosas.
Es un estado del alma, una suspensión de los sentidos para entrar en ese crepúsculo que se mueve entre la inconsciencia y la vigilia, como aquel cuadro de Millet, “La hora de ángelus”, que elaboró el pintor francés, cuando se acercaba a sus 60 años.
Ese estado crepuscular de la consciencia es quizás el más sustancial, para que aparezcan las imágenes represadas en nuestra psique, que emergen cargadas de un profundo significado, aunque no lo sepamos, y que siempre tienen una función catártica, para vaciarnos de la basura que no alcanzan a expulsar el sueño y el olvido.
Hay autores como Ernesto Sábato, que necesitaban ese tempo literario, para poder escribir y ahondar en reflexiones existenciales, y es casi seguro que a Vallejo y a Pessoa les ocurriría igual, para decir tanto, en tan pocas palabras, y conmover como lo hacían, a los espíritus menos dados al vuelo de la imaginación, porque sus escritos, sin ese clima de nostalgia y de palabra final, no alcanzarían a sobrepasar las defensas que diariamente levantamos frente a la silenciada finitud de la existencia.
Así era mi tío Anicasio, según creo. Mitad árbol y mitad humano, que a lo más soportaba unos días fuera de su monte, y que hablaba para sí, aunque hablara con otro, y luego remataba con una risa sentida, que no dejaba ver si era ironía o buen humor. Trabajaba mientras había sol, y dormía con la entrada de la noche. Nunca se dejó llevar por el trago ni el juego, sino a lo más, una mascada de tabaco entre ratos, porque vivía sin miedo a su aislamiento y tampoco temía a los fantasmas de su sombra.
Un alma sencilla, como los frutos de la tierra que sembraba, y un solo saco, que siempre olía a humo de leña quemada. Quizás heredé de él un poco de mi constitución, hecha para los climas templados. No tengo capacidad de tolerancia para el calor de las costas o los llanos, mientras que en un frío moderado se me aviva la imaginación, y hasta soy capaz de trabajar físicamente, cosa que nunca me ha gustado.
Por eso me siento tan emparentado con los bosques y montañas de climas sosegados, y por lo mismo siempre me he esmerado en seguir sus señales, porque nos enseñan a aceptar y bendecir esa condición de lo finito, de lo que nunca vuelve, con la sencillez de la fogata y la lluvia, aun con todo el colorido de sus formas vegetales, sin prometernos nada, sin prohibirnos nada, excepto la plenitud de un mundo que no aspira a ser eterno.
Imagen: El tío Anicasio. Carmen Elena Gedler.
Los Teques 1995
César Gedler