Las lluvias
Las lluvias
Unos días después del aguacero de verano que despierta los chirribilines y las cocoas, venían las primeras lluvias, que comenzaban con el San Isidro, a mediados de mayo. Eso era cuando el hombre sabía respetar la naturaleza. En las sociedades agrarias se preparaban las siembras, y en los rituales de consagración los jóvenes copulaban desnudos en la tierra que habría de fertilizarse, para transmitirle toda la fuerza del eros, y a su vez para absorber el poder telúrico de fecundidad requerido para el nacimiento de guerreros y doncellas, que mantendría el linaje de la tribu. Esas lluvias duraban solamente algunos días.
Ya casi terminando junio venían las lluvias de San Juan, relacionadas con el solsticio de verano, que propiciaban los primeros brotes de la siembra y colmaban los ríos y lagunas de donde se abastecerían los poblados, aparte de permitir la navegación y el comercio. Era un ciclo de lluvias que se cerraba con el calor del estío, para reanudarse en el equinoccio de otoño en las zonas estacionales, y con el tiempo de lluvia, en las regiones tropicales.
Las lluvias tenían su lenguaje, y casi sin excepción simbolizaban estados del alma, como las tempestades, para ilustrar el temperamento irascible, y las lloviznas, que se asimilaban al sosiego de espíritu de quienes han alcanzado o estaban buscando la serenidad.
La lluvia de los crepúsculos, con toda la nostalgia que nos despierta, nos conecta con esa dimensión remota de nuestra psique colectiva, vinculada con las emociones profundas, los afectos perdidos, la noche, el absurdo, los sueños, y todos los misterios que unen y separan la vida y la muerte, por pertenecer a esa zona intermedia entre la esperanza y la despedida, como un pacto que se renueva en su significado cada vez que somos intervenidos por la adversidad.
Con sólo escuchar el picoteo de sus gotas sobre los tejados y los aleros, se precipita el misterio de la soledad sobre nosotros, y nos impulsa a buscar el calor de nuestro complemento humano. Es algo hipnótico, que nos conduce al silencio interior, y tiene nombre propio, saudade, morriña, pesar, lejanía… casi siempre termina retornándonos a la infancia, o todavía más lejos, a las aguas uterinas de las que venimos, o en un sentido cosmogónico, a los acantilados que fecundaron la vida en los primeros tiempos.
La literatura y el arte de todos los tiempos, han hecho de la lluvia el agua y el frío, un motivo simbólico de su creación. Los mitos de renovación, como el diluvio universal, se encuadran en ciclos de 40 días de lluvia continua, que terminan con todo lo vencido y tras un tiempo de espera, se reinstala la substancia, otorgándole un nuevo significado a todo lo que existe.
Hubo un tiempo en que viví en una casa con patio de tierra, y desde entonces nunca me ha abandonado la reminiscencia del olor a tierra mojada por la lluvia, cuando busca secarse. No es algo particular. Quizás todos sentimos ese mismo hechizo del olor a tierra, lluvia y sol, como si fuera un canto de sirena que nos cautiva.
Quienes viven en los campos, conocen mejor que otros el corazón de la naturaleza en su contrapunto entre el agua y el fuego, que es como decir entre el todo y la nada, y la forma en que los animales presienten la llegada fatal de una y otro, comprometiendo la vida de los que no responden instintivamente a la amenaza.
Las antiguas escuelas secretas occidentales, que estudiaban el movimiento celeste, establecieron aquél desiderátum de, lo que está arriba se interrelaciona de modo influyente con lo que está abajo, y que todo forma una unidad armónica en el universo, dando lugar a un juego de analogías entre uno y otro, basada en los elementos fuego, tierra, aire y agua, que constituye el mandala de la rueda zodiacal, en una proporción de tres signos por cada elemento.
En lo que respecta a los signos de agua, algunos comparan a Cáncer con el agua de los lagos serenos, en su inocente quietud. A Escorpio con el agua de los ríos tempestuosos, de constante inquietud y carácter fatal, por su destino irremediable frente al mar, y a Piscis, con el agua oceánica de profundidades impensables y un misterio sin fondo de creaturas fantásticas, donde nada es estable, donde todo se mueve para sobrevivir.
El habitante de las ciudades ha perdido su mirada apacible ante la lluvia, por estar sumido en la producción acelerada, que le roba la cadencia poética a las lluvias, pero también por el descuido lamentable de tanta basura en la que vive, que congestiona los desaguaderos y desbordan los ríos aledaños, hasta convertirla en enemiga.
Afortunadamente los niños, los ancianos y los que enloquecen de amor o de poesía, son custodios de la reverencia por las lluvias, y con certeza podemos pensar que mientras haya un alma que celebre las aguas que descienden del cielo como un maná que limpia la desfiguración de la belleza, la alegría y la bondad permanecerán inquebrantables, y en el fondo de su alma, ningún ser humano olvidará que es infinito.
Casa de fanny Ochoa los Teques.
César Gedler