La Vaca Sagrada
La Vaca Sagrada
Serían las 5 de la mañana cuando alguien tocó la puerta de una forma desesperada. Nos despertamos sobresaltados, sin sospechar qué ocurría. Mi papá se armó de un bate por si tenía que defendernos, y le dijo a mamá que no dejara salir a los muchachos. Era la casa de la calle Roscio, frente a Casa Cuna, una casa inmensa con un zaguán y dos puertas, donde habíamos nacido todos, hermanos y mis primos, asistidos por María Juana la comadrona.
Se trataba del indio Bartolo, un brujo y clarividente amigo de mi tío, que colaboraba con la Seguridad Nacional para indicarle dónde se escondían los enemigos del Gobierno. Algunas veces visitaba la casa y después de hablar un rato, comenzaban a tocar un cuatro “combinao” , por tener una cuerda de metal y tres de nylon, y que sonaba de lo más sabroso, por lo de la cuerda y por la pasión que le ponía uno y otro, hasta sacarle todo lo que podía dar.
“Señor Tomás, vengo a despedirme y a decirle que se acabó la tiranía en Venezuela. En la madrugada salió un avión con Marcos Pérez y toda su familia, y aquello está vuelto un rebullicio. Y si le preguntan por mí, dígale a quien sea, que no me ha visto, que yo andaba muy quebrantado de salud desde hace tiempo”
Mi papá lo zarandeaba para que le diera detalles, pero el indio zamarro no respondió nada más. En lo que pudo se le zafó a mi padre y agarró la calle como un alma en pena. Mi tío, que nunca habló más de lo necesario, lo único que hizo fue alzar un poco la mano en señal de despedida, y en seguida corrimos hasta la cocina detrás de papá, quien prendió el radio buscando “Radio Caracol” de Colombia, para escuchar los detalles de la fuga del dictador.
No pudimos escuchar más nada, porque los hombres y mujeres de la casa comenzaron a gritar, y a proclamar que viva la libertad, que ya éramos libres, que cada muerto le pesara al dictador en su alma, por toda la eternidad, y cosas parecidas, que nos hacían reír y nos angustiaban a más pequeños por el escándalo y porque decían que iban a bombardear la Guardia Nacional de Los Teques, desde los lados de La Vuelta del Paraíso, y La Macarena, donde estaban apostados unos tanques de guerra.
En la tardecita llegó de La Guaira mi padrino Eulogio Delgado, y empezó a conversar con mi papá, de lo que habían hecho con los esbirros de “La Seguridad”, en particular de uno a quien llamaban “El Botellón”, a quien amarraron de dos carros que lo halaban al mismo tiempo por los brazos y las piernas, y de los gritos que pegaba ese hombre que había sido más malo que Caín, cuando le tocaba torturar y extorsionar a las mesoneras de los bares.
Los muchachos repetíamos lo que escuchábamos sin estar claros en nada, y sería por la emoción de la caída del Gobierno, que ese día mi mamá sacó un jamón que tenían guardado “por si la cosa se ponía fea” y mi abuela bajó de un mecate que las sostenía, unas hallaquitas aliñadas, que nos sirvió de desayuno y almuerzo, sin que nadie dejara de hablar del mismo asunto.
Sin decir nada, mi padrino sacó una botella de brandy, y hasta mi abuela, que nunca había probado ni el ponche crema, ese día arrugó la cara y se puso roja, pero no dejó de celebrar por un acontecimiento tan esperado y en seguida salió a cumplir con la misa, esperando escuchar un discurso de aquellos que le sacaban aplausos a los feligreses cada vez que el cura desde el púlpito se daba permiso para mentarle la madre a los esbirros, como hacían los monseñores Hernández Chapellín y Rafael Árias Blanco.
Al rato de estar tomando, mi padrino se puso serio y le dijo a papá algo preocupante, por el tono de la voz y la expresión del rostro: había sabido por boca de unos amigos que estaban “con dios y con el diablo”, que un grupo de empresarios y dirigentes adecos habían negociado con los gringos la caída del Pérez Jiménez, a cambio de desmontar las líneas del ferrocarril, para traer muchos camiones, carros y cauchos al país y hacer plata de la buena. “Eso sería una calamidad para el país, compadre Eulogio. Ojalá no pasen de ser rumores" le respondió papa.
Cuando se terminaron la botella, salieron a la calle a ver cómo estaba el alboroto en el pueblo, y a visitar a los presos recién salidos, a ver si conseguían saber del Dr. Luis Enrique Luna y del padre Tinoco, quienes estuvieron enconchados en alguna parte, para evitar la cárcel o la muerte, por pertenecer a la Resistencia, mientras mi tía Thelma salió a la casa de una maestra amiga que tenía teléfono, para llamar a los familiares que vivían en Caracas y asegurarse de que todo estuviera bien.
Esa misma regresó mi tía con mucha información sobre la destrucción del diario El Heraldo, que defendía a la dictadura, y contó cómo una parte del pueblo se reunió en la Plaza Morelos de Caracas, para tumbar la sede de la Seguridad Nacional, mientras otra poblada sacó a los presos de la cárcel El Obispo, y una cantidad de gente llegada de todas partes, se mantenía vigilante en El Silencio, porque se tenía información precisa de que querían sacar a los cadetes de la Escuela Militar para defender al gobierno, pero los capitanes y tenientes no lo habían permitido.
Todo el día, todo un sueño y todo un destino, vivido por un mismo pueblo, se orientó en un sólo significado al mismo tiempo, para celebrar la abolición de la sombra, para ver la luz por primera vez después de 10 años, para gritar y reír a su antojo, para abrazarse con los otros, sin que mediara la sospecha; para llorar la muerte y el destierro de tantos… La euforia y el llanto de alegría en algunos, y de pena en otros, se sintió para siempre en las calles que poco antes eran calles de silencio obligado, calles de amenaza, de miedo, de desesperanza y sometimiento.
Sin que nadie explicara lo que significaba el sufrimiento de estar encerrado en una isla perdida, sin que los familiares supieran nada de esa persona, como ocurrió con Domingo Borges, quien cometió la inocencia de recibirle para guardarlo, un paquete de apariencia virgen, que le diera un tal Machado, y que contenía unos explosivos que La Seguridad Nacional le incautó a Borges y que le costó unos años en Guasina, aquella isla perdida del río Orinoco, hasta el mismo día que voló la Vaca sagrada.
El Doctor Alfredo Hernández Yanes, quien había trabajado de mensajero en la resistencia, al servicio de la Junta Patriótica, se presentó en la policía política acompañado del obstetra, doctor Germán Quintero y del cardiólogo doctor Gustavo Zapata, a rescatar al barbero Pedro Zapata, padre del cardiólogo y a otros presos que igual habían conocido la tortura y el aislamiento.
De la Seguridad Nacional, ubicada en la esquina de la plaza Bolívar con calle Junín, se dirigieron a la plaza Miranda, donde improvisaron una tarima para hablarle a la gente, mostrándoles las heridas, para que supieran de primera voz, lo que ocurría en los calabozos, mientras el dictador tachirense hacía que los niños lo aclamaran en una fila interminable, moviendo unos banderines con la mirada perdida, bajo un sol inclemente.
César Gedler
Me hizo recordar el momento en ese día, realmente no sabia que sucedía y veía a mis padres y mis hermanos mayores gritar de jubilo y por empatía yo también gritaba repitiendo lo que oía sin saber que era y de que se trataba, aunque cumpliría 9 años tres meses después