El tren de la montaña
El tren de la montaña
Sobre todo los domingos soleados, cuando muchas familias caraqueñas se entusiasmaban a pasar un día de aventura fuera de la gran ciudad, la estación de Caño Amarillo, en el oeste de la capital, se abarrotaba de gente, que hacía lo imposible por lograr unos pasajes y remontar la cuesta desde Las Adjuntas hasta Los Teques, que como paisaje valía el esfuerzo de madrugar y atropellarse en las colas, con tal de subir antes que se disipara la neblina que cubría el camino atiborrado de una vegetación multicolor, y ver las aguas transparentes y espumosas del río San Pedro, que bajaban furiosas, chocando con grandes peñones blanqueados por los remolinos incesantes del rio y la lluvia.
El frío iba en ascenso a medida que remontaban aquella cuesta de rocas gigantes, poblada de bucares, apamates, ceibas y árboles frutales en todo el camino, en contrapunto con el rumor del río, que entre ratos se perdía en la espesura, para reaparecer después cada vez más abajo, con su furia invasiva.
De pronto se perdía la luz al entrar en unos túneles húmedos y amenazantes por su negrura, atenuada solamente por un faro que la locomotora prendía para darse valor, mientras hacía sonar un silbato agudo, que por efecto del encierro multiplicaba el alcance de su eco.
Muchos de los viajeros que venían por primera vez a la villa de Los Teques, se aprestaban un saco de paño inglés sobre el traje de lino, para resguardarse del frío, sobre todo si en el trayecto se les venía encima la lluvia, pero luego descubrían que no era peor que un diciembre en las faldas del Ávila, y el sobretodo se convertía en una pieza de mano.
La mayoría viajaba en el motriz para aligerar el trayecto, pero los había que preferían la lentitud pasmosa de los vagones halados por la locomotora, con sus asientos de madera y cargas de todo tipo en los vagones traseros, para disfrutar el viaje sin ningún apuro y hasta dormir durante todo el recorrido.
Era el trayecto más intenso, por las laderas inclinadas y el riesgo permanente de algún deslizamiento de tierra o un peñón gigante de los que a veces, después de las lluvias sin final, borraban todo para siempre en un instante, pero la sola aventura atravesar esas zonas de riesgo, mirando hacia las cimas y rogando la protección de los santos al mismo tiempo, le daban un gusto desafiante a la travesía, como para decir más adelante que habían apostado la vida en una de esas aventura que marcan el sentido de una vida.
Por fin, terminada la cuesta, despejada la vegetación, y superado el peligro de un derrumbe, comenzaban los sembradíos de hortalizas y verduras, dispuestos en cuadros de diferentes formas y colores, hasta conformar una campiña semejante a un tapiz, que antecedía la entrada a Los Teques, escoltados por una fila de eucaliptos, sauces llorones y pinos de Sumatra con formas piramidales de lado y lado de los rieles sobre los durmientes de madera.
El olor de aquellas vegas, abonadas con los fertilizantes elaborados de residuos animales, montes y humus de los mismos desperdicios vegetales que daba la tierra, era el primer signo que delataba la presencia de los labriegos chinos y europeos, que habían hecho de Los Teques su segunda morada.
Hombres silenciosos, encorvados todo el día sobre sí mismos, entregados a sus labores de siembra, y al cuidado de sus hijos y que con el paso del tren detenían por un momento sus labores y levantaban la vista, para imaginar cómo serían las personas de las ciudades.
La llegada del tren y los motrices al pueblo neblinoso, se anunciaba con el silbato a vapor, que se escuchaba en todo el pueblo, para prevenir a los transeúntes, y alertar a los vigilantes que bajaban una regla para detener todo tipo de vehículos en sentido transversal.
En la estación principal, se aglomeraban los familiares y amigos que venían de muchas partes a esperar la llegada del tren y darles la bienvenida a los viajeros, pero también los curiosos, y sobre todo curiosas, a las que le interesaba ver a las mujeres encopetadas, vestidas a la moda caraqueña, con sus sombrillas de borlados y trajes sueltos, que les llegaban hasta los tobillos, y algunas terciadas con su romantón para prevenirse de un resfriado.
Mujeres maquilladas con afeites pálidos, y hombres con flux ceñidos al cuerpo, sombrero y pañuelo en el bolsillo de la solapa, caminando erguidos con modales elegantes, que venían al pueblo a visitar a sus familiares enfermos del mal pulmonar, otros por razones de amores, o simplemente que descendían un rato del vagón para estirar las piernas, mientras se reponía el combustible del tren, y continuaban su itinerario hasta otras ciudades.
Uno de los visitantes que llegaba puntualmente cada domingo con un ramo de flores en la mano, a visitar a su novia que estaba hospitalizada en la Cruz Roja, en lo que antes fue la casa de misia Dionisia Bello de Gómez, la única mujer con quien el benemérito se casó de acuerdo a las leyes, cuando todavía no había salido de La Mulera.
Era una mansión blanca con una pagoda en un costado, en la que una mujer delgada, de aspecto refinado, pero abatida por la enfermedad pulmonar, lo esperaba impaciente. Era su lugar de encuentro, y casi en seguida de verse, le comenzaba a cantar, para alegrarle los sueños a la hospitalizada, mientras le daba aliento, y le mentía sutilmente sobre su aspecto. Ya muchos lo conocían por su voz de tenor, y por eso lo extrañaban cuando la paciente murió y las visitas se terminaron.
Eran muchos los niños que revoloteaban cerca de El Halcón, la locomotora que sirvió por muchos años de arrastradora del Ferrocarril del Centro, por prescripción médica, para que respiraran el humo del carbón mineral que soltaba el tren, y que la humareda les descongestionara los pulmones y les quitara la tos que delataba esa enfermedad.
Un día crecía la inquietud en los que esperaban el tren que regresaba puntualmente desde Valencia y Puerto Cabello, y cuando ya la impaciencia se convertía en angustia, llegó un troli anaranjado con un hombre herido de muerte, por un choque entre el tren de la tarde y el troli, que por descuido, el supervisor de tráfico no avisó que el pequeño transporte iba en dirección contraria y el choque fue inevitable.
Al hombre lo tuvieron sentado con su herida en el cráneo mientras llegaba alguna forma de ayuda, porque en Los Teques no había hospital y en casos como éste el único recurso de salvación lo brindaba Caracas, la ciudad más cercana.
Y así se fue regando la fama de una aldea de montaña donde todo era pacífico, cordial y silencioso, de una belleza inquietante, por el misterio que evocaban los caserones resguardados por bosques y cercados naturales, la luz tenue de los faroles que iluminaban discretamente las calles, las tardes neblinosas el frío metálico en los amaneceres, y las fuentes de agua milagrosas, que devolvían la salud y prevenían contra una vejez no deseada.
César Gedler