El cuarto de los locos
El cuarto de los locos
Hasta la misma denominación era prejuiciosa. También lo llamaban el cuarto viejo, o cuarto de los trastos. Todas las casas tenían su cuarto secreto, donde se arrumaban los trastos que se dañaban o se sustituían por unos más nuevos. A la larga, parecían unos almacenes de antigüedades, o peor aún, un local de cachivaches de los que abundan ahora para conseguir menudencias de segunda mano.
Por lo regular quedaban en el fondo de la casa, después de un amplio patio, y en pocos casos tenían ventanas de respiraderos. Para uno que era un niño y desconocía la variedad del mundo, aquella habitación un poco oscura era un regalo en el que se podía tocar las cosas que afuera estaban prohibidas, y sentir aquel olor envejecido que emanaban al mismo tiempo la madera húmeda y los hierros enmohecidos por un olvido inmerecido, como para despertar nostalgias silenciosas en los mayores y curiosidad traviesa en los que desconocíamos el valor que tuvieron alguna vez cuando eran nuevas.
Como éramos muchos hermanos y menos habitaciones para dormir, alguna vez inventé hacer mi cuarto aparte en aquel rincón. Como pude, organicé aquella montaña de despojos y aproveché lo que pudiera servirme y desde ese momento podía leer hasta que se me antojara, escuchar la lluvia que se anegaba en el patio, imaginar que ya era un hombre independiente que tenía su casa propia, y establecer un orden individualizado en el que podía soñar despierto sin que nadie me estorbara.
Quizás hasta la tercera noche durmiendo solo por primera vez, me arropaba hasta la cabeza para no ver nada si me salía un muerto, y acostumbrarme a los nuevos ruidos que no llegaban hasta el cuarto donde antes compartía un espacio con mis hermanos. Pero lo que más agradezco de aquella aventura sin nombre, fue acostumbrarme a la independencia que brinda soledad, y a querer desde mis entrañas, los objetos viejos que el resto menosprecia, por una reverencia hacia lo nuevo que tiene la mayoría, sin importar que carezcan por completo de una historia que les otorgue significado.
Pero eso es algo hasta cierto punto nuevo, que fue muriendo cuando los apartamentos sustituyeron las casas solariegas, y que no va más allá de sesenta años, por dar una fecha, porque antes, cuando la sífilis creían que se curaba con hierbas y baños de asiento, casi todas las casas tenían un loco, o lo que llamaban un fenómeno, que confinaban en ese cuarto del fondo, para ocultar una culpa ante el mundo, que llenaba de vergüenza a la familia, y sobre lo que se hablaba lo menos posible.
Yo tuve un amigo cuando joven, que me contó bajo juramento, el caso de su familia, que tenía un enfermo de los que ahora llaman parapléjicos, que nunca aprenden a hablar y no lograr tener movimientos coordinados, que lo tenían todo el día en un patio, amarrado a una silla fijada con mecates a un árbol.
Con paciencia esperamos un día en que la familia del amigo no estuviera, y nos asomamos por unos huecos que daban al patio donde estaba el enfermo, al que sin más llamaba “El loco”. Parecía un gallo viejo, a pesar de ser un joven que no sobrepasaba los 15 años, según el amigo, y emitía unos chillidos terribles, como si lo estuvieran torturando.
La familia llevó a un médico para que lo examinara y le recetara algún medicamento que le quitara los berridos, pero el especialista les dijo que el único remedio era practicarle la costumbre de Onán, refiriéndose al segundo hijo de Judá, que aparece en el Génesis. Ninguno de la familia comprendió cual era esa costumbre, pero de tanto preguntar llegaron hasta el cura, que les aclaró todo, diciéndoles que el médico estaba hablando de la masturbación.
Al comienzo fue muy embarazoso practicarle al enfermo aquella costumbre del personaje bíblico, pero con el tiempo se dividieron la tarea entre la madre, la abuela, y una hermana que le tenía cariño al necesitado. Convinieron que con una vez a la semana estaría bien, para que dejara de gritar, y mientras conversaban de cualquier cosa, a la que le tocaba la terapia erótica, le daba un masaje hasta que se desahogaba, y con eso el loco se mantenía tranquilo por varios días.
Pero no siempre había un loco en la casa, o éste había muerto, entonces decidían acondicionar la habitación para darle posada a un familiar ya un poco viejo, o a una muchacha de servicio que traían del interior del país, con la promesa de ponerla a estudiar, mientras trabajaba en los oficios de la casa.
Lo curioso de estos lugares, es que sin quererlo contaban la historia familiar, que muchas veces era de un doloroso descenso de la posición económica, y en el cuarto del fondo se iban arrumando los muebles y utensilios que ya estaban un poco deteriorados, pero que los dejaban como un recuerdo de lo que fue algún día la bonanza, con la lejana esperanza de encontrar un restaurador que le devolviera el esplendor de los primeros días.
Los hombres se empezaron a tratar la sífilis con antibióticos, las casas tradicionales las fueron demoliendo, a los enfermos mentales los hospitalizaban en psiquiátricos, los hijos se fueron separando cada vez más temprano de la familia, las muchachas de los campos ya no quisieron trabajar encerradas de forma permanente en una vivienda, los parientes al envejecer los empezaron a llevar a los ancianatos, y el cuarto viejo, el último cuarto, o cuarto de los locos, se fue desdibujando de la memoria hogareña, y con esto, el linaje de las familias recuperó su prosapia y hasta empezaron a estudiar su árbol genealógico, para ver de qué personaje ilustre son descendientes.
César Gedler