Capítulo 11. Música. Tema 29.

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Anton y Klhovetz entablaron una buena amistad. Anton se dedicaba a amenizar las veladas con sus cánticos acompañados por el ‘lamento del erudito’ y Klhovetz se dedicaba a las tareas más humildes de la posada, como barrer o limpiar los utensilios de cocina, a cambio de alojamiento y comida.

También el cuervo parecía a gusto. Había construido una especie de nido en el frontal de la fachada. Pero cuando hacía frío, se refugiaba en los aposentos de Klovethz entrando por la ventana. De vez en cuando, también revoloteaba por la taberna o se posaba sobre alguna viga de madera del interior. Generalmente nadie reparaba en él, y si alguien lo hacía, no le prestaba demasiada atención.

Algunas noches, cuando Anton y Klhovetz se quedaban solos en la planta inferior que correspondía a la taberna, Klhovetz tomaba el 'lamento del erudito' y enseñaba a Anton a manejarlo con sutileza y maestría.

Anton no alcanzaba a comprender como alguien podía dominar un instrumento tan antiguo y difícil como ‘el lamento’ con la facilidad con la que lo hacía Klhovetz. Un día, superado por su curiosidad, se le ocurrió preguntarle:

— Amigo Klhovetz, ¿cómo has adquirido semejante destreza? Yo he sido instruido por los mejores maestros de la región, incluida la virtuosa maestra Beysa que para muchos es la más reconocida especialista en instrumentos de viento, y aún así, no logro alcanzar tu técnica. Es realmente admirable, y no logro ni siquiera imaginar dónde o cómo pudiste aprender a tocar así.

Por un instante, El semblante de Klhovetz cambió uno muy serio y sombrío. No era hombre de contar intimidades de su vida, excepto con su amigo alado tan negro como la noche. Pero Anton le inspiraba confianza y decidió compartir con él un pequeño fragmento de su historia.

Tras la tragedia con Rorah y su expulsión de la manada, Klhovetz se dedicó a vagar por los bosques. Apenado por la doble pérdida, solo encontraba consuelo en el libro de magia que había podido rescatar de las llamas. Pasaba horas y horas practicando la escritura de runas y tratando de comprender sus secretos. En realidad, no lo hacía para alcanzar maestría alguna, sino por recordar a Rorah. Ella fue el primer y único amor de su vida, de quien solo le quedaba aquel oscuro libro de magia como recuerdo. El libro, y un terrible dolor interior por la pérdida que nunca le abandonaba y que le atormentaba hasta en sueños con la imagen de Rorah siendo asesinada.

Cierto día, mientras bebía agua de un lago, escuchó una melodía proveniente de un sendero cercano. Klhovetz jamás había escuchado algo semejante, pero, de alguna manera, le recordaba a los cánticos que le guiaron hacia Rorah por primera vez cuando solo era un cachorro de la manada. Con una insaciable curiosidad, se asomó entre los matorrales para ver de dónde provenía semejante melodía.

Por el sendero, se aproximaba una joven mujer con un aspecto muy extraño. Su pelo negro estaba cortado de manera desigual. Vestía con extraños tejidos que parecían ligeros pero estaban rasgados por los avatares de la vida y por el paso del tiempo. Las botas que llevaba, sucias, desgastadas y llenas de polvo de miles de caminos recorridos, ni siquiera eran iguales. Una era marrón y le llegaba hasta la rodilla y la otra más negra y no pasaba del tobillo. Llevaba varios ornamentos en las muñecas y también un pendiente colgando de una de sus orejas.

Aquella joven llevaba algo entre las manos. Una especie de 'vara con agujeros'. Y cada vez que se lo tomaba con sus labios sonaba aquella bella melodía que tanto encandilaba a Klhovetz. Era una melodía triste pero no trasmitía tristeza, más bien todo lo contrario. Los sonidos, graves y agudos, se alternaban de tal manera que resultaba extremadamente embriagador.

Aquella muchacha hacía sonar la 'varita agujereada' mientras caminaba por el sendero de forma despreocupada. Pero de pronto, algo la perturbó y se detuvo. La música dejó de sonar.

Imagen: Elaboración propia a partir de gráficos vectoriales CC.

La joven miró a su alrededor. Klhovetz, temiendo ser descubierto, se agachó ocultándose aún más en la maleza. Pero ella se iba acercando poco a poco a su escondite. Cuando estaba a muy pocos metros la joven que buscaba con la mirada algo entre los árboles más lejanos, dijo:

— ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

Nadie respondió.

Pasaron unos minutos pero la joven seguía buscando con la mirada, escrutando los árboles lejanos. Parecía que presentía a Klhovetz pero que era incapaz de verle.

Al de un rato, la joven pareció relajarse llevó lentamente aquella varita a su boca para continuar con su melodía y con su camino. Se posó el instrumento en los labios mientras se giraba lentamente haciendo ver que se marchaba. Pero en cuanto estuvo lista, se giró rápidamente en dirección a Klhovetz e hizo sonar un agudísimo sonido:

—¡Fliiiirt liruliiii frirulirulí!

Eso le sorpendió, pero no fue solo el susto, sino algo más profundo y extraño lo que hizo a Klhovetz trastabillar y caer de bruces a los pies de aquella joven. Era como si aquella melodía se hubiese transformado en una fuerza tractora que le sacó de su escondite para dejarlo a la vista de quien la entonaba.

— Vaya, vaya, vaya… así que estás ahí —dijo la joven— sabía que alguien se ocultaba entre los arbusto. No te asustes, no vengo a causar problemas. Solo necesito un par de indicaciones y tal vez tú, puedas ayudarme. Por cierto, me llamo Hwida. 

Y le tendió la mano para ayudarle a incorporarse.

 Este fragmento solo ha sido posible gracias a los amigos y amigas que me apoyan con su patrocinio. ¡Muchísimas gracias!

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